Carlos Gardel hubiera llorado. Como lloró, el 30 de noviembre de 1952, cada uno de los espectadores del Hipódromo de San Isidro. Todos menos algunos pitucos de la Oficial, cegados por el odio, que celebraron la derrota de Yatasto, el caballo convertido entonces en símbolo de la Argentina plebeya.
A Yatasto le decían “el caballo del pueblo”. Algunos, con maledicencia, le añadían del “del pueblo peronista” para no asumirlo como propio. La lógica peronismo/antiperonismo no sólo dominaba la política sino todas las relaciones sociales. Por eso mismo, la inesperada derrota del favorito aquel día en el Premio Nacional Carlos Pellegrini era también la conquista política de la oposición.
No hacían falta más condimentos, pero los hubo: a Yatasto ese día lo montó Irineo Leguisamo, un jockey de piel oscura, bajito, analfabeto, peón de campo en la niñez, que se había transformado en una personalidad popular y se había rebelado contra el prototipo del jinete que juraba obediencia debida al propietario del stud. Parafraseando a Macedonio Fernández (o a su recuerdo a través de Jorge Luis Borges), hasta que llegó Leguisamo el jinete era un mero entretenimiento de los caballos.
En el ámbito del Jockey Club, la institución reguladora del turf, Leguisamo era la expresión dentro de la cuadra de la redefinición de la puja capital-trabajo que representaba el gobierno. Era el nuevo paradigma de los jockeys transformados en ídolos.
Sin embargo, su prosapia y el calendario -Leguisamo se consagró en los años veinte- impedían asociarlo mecánicamente al peronismo. Pero ese 30 de noviembre la derrota de Yatasto era también la derrota de Leguisamo y, por continuidad metonímica, la derrota de Perón. Eso se festejó en la Oficial.
A Yatasto se lo imaginaba invencible. No era una proyección ni un acto de fe. Había generado esa convicción en la pista. Había ganado, en 1951, la Cuádruple Corona, como le llaman en el ambiente al triunfador de la Polla de Potrillos, el Jockey Club, El Gran Premio Nacional y el Carlos Pellegrini. Un coloso.
Hubo que cerrar las puertas del Hipódromo de San Isidro para contener la marea popular que quería verlo ganar, de nuevo, el Pellegrini, el premio que rendía honor al ex presidente de la Nación y primer presidente del Jockey Club que imaginó al turf no como el reducto que contenía a apostadores sin destino –como luego fue la mirada que estableció cierta clase media- sino como un movimiento de clase, disciplinado, higiénico, sobre el modo en que las élites entablaban su relación con un animal que formaba parte de la vida cotidiana de los argentinos.
Si la patria se hizo a caballo, como reza la gastada frase, Pellegrini quería asegurarse que cada quien tuviera el caballo que se corresponde a su linaje. Y el turf fue el instrumento por excelencia para alcanzar ese objetivo. Un modo de definir lo criollo y lo extranjero; lo puro y lo impuro, lo dominante y lo subalterno.
Para Pellegrini el turf no era un deporte, era un hecho civilizatorio.
La Argentina estuvo pendiente de los poco más de tres minutos que duró aquel Carlos Pellegrini. A su manera, claro, porque en el Hipódromo de San Isidro no cabía nadie más y, desde ya, la incipiente televisión, que había cumplido apenas su primer año de vida en la Argentina, no transmitía en directo. A los relatores radiales les costó encontrar palabras cuando Yatasto cruzó el disco tercero. Tercero. Nunca antes había terminado en ese lugar. El silencio de la muchedumbre fue impactante. El llanto colectivo fue la escena retratada por los diarios de la época.
En el tango “Por una cabeza”, escrito por Alfredo Le Pera e 1935, casi veinte años antes de la desgracia de Yatasto, Gardel canta: “No olvidés hermano, vos sabés no hay que jugar”.
Pero el 30 de noviembre de 1952 no estaba en juego el sport.
Estaban en juego dos Argentinas.
Irineo Leguisamo dominó durante cinco décadas al turf argentino. Fue el más ganador y el más popular de los jinetes. Nunca aceptó su membresía como socio del Jockey Club, aunque fortuna no le faltaba. Siempre supo quién era y a dónde pertenecía.
Con el boleto picado desde el nacimiento, Leguisamo conoció desde temprano los límites de la libertad. Su destino estaba escrito. Para un varón hijo de una familia pobre que naciera el 20 de octubre de 1903 en Arerunguá, un pueblito del departamento uruguayo de Salto, no había otro destino posible que el trabajo infantil.
(…)
Leguisamo dialogaba con el caballo. Lo llevaba relativamente calmo y lo exigía recién cuando era imprescindible. Casi nunca necesitaba golpearlo con la fusta. Rara vez se equivocaba. Por eso Leguisamo ganaba, casi siempre, por una cabeza. Porque si ganaba por más era porque había exigido demasiado al animal. Y no resistía esa injusticia.
Yatasto era el mejor caballo e Irineo el mejor jinete. Pero sus estilos eran opuestos. A Leguisamo le gustaba “correr de atrás” y Yatasto estaba acostumbrado a ganar “de punta a punta”. ¿Cuál era la estrategia correcta aquel 30 de noviembre de 1952 en el Carlos Pellegrini?
-¿Es cierto que Ud. generalmente corre de atrás?, le preguntó un periodista.
-De atrás, mi amigo, usted ve al de adelante y el de adelante no lo ve a usted, explicaba.
Antes de la Era Leguisamo, el jockey no participaba de la estrategia de la carrera. Era una impertinencia de un subordinado. Fue el propio Irineo la que terminó con esa prohibición.
¿Lo corrió bien Leguisamo a Yatasto?
La sombra de la derrota persiguió a aquel ex peón de estancia hasta el día de su muerte.
Cuando los argentinos escucharon por primera vez “Por una cabeza”, Carlos Gardel ya estaba muerto.
El tango fue grabado el 19 marzo de 1935 para la película “Tango Bar”, que en Buenos Aires se estrenó el 22 de agosto en el cine Suipacha, casi dos meses después del deceso de sus dos autores en Medellín.
Con aquel tango Gardel rompió su regla de trabajo. Como bien se sabe, los músicos que trabajaban con el cantor habían desarrollado un sistema de notación elemental para que El Zorzal pudiera registrar las melodías que descubría cuando trabajaba solo por las noches. Pero el entusiasmo que le provocó “Por una cabeza” fue tal que Gardel llamó a Terig Tucci a las 3 de la mañana.
-Acabo de encontrar una melodía macanuda, se justificó Gardel.
El arreglador reconoció en su libro “Gardel en Nueva York” (1969): “No sé si sería porque todavía no estaba despierto del todo, que al oír por teléfono el fruto de su inspiración, ni la melodía ni la letra me hicieron mucha impresión; y así se lo dije”.
–Mirá, Beethoven, vos te quedás con tus corcheas y fusas; pero no te metas conmigo en asuntos de matungos, contestó el cantor.
Gardel sostuvo y ganó la discusión con su principal arreglador. Tucci, violinista, pianista y director orquestal, fue un aliado central de Gardel en las películas filmadas en los Estados Unidos. Junto con Alfredo Le Pera, brasileño según su documento, los tres luchaban -con suerte parcial- para enderezar los guiones de la Paramount para evitar que resultaran artificiales para la mirada argentina.
Nunca rompieron tantos boletos como el 30 de noviembre de 1952. Ese día batió el récord de tickets jugados a un solo caballo.
Buena parte de la prensa especializada condenó al mayor jockey de todos los tiempos. Y Leguisamo, fuera de los comentarios inmediatos luego de la carrera, apenas si soltó palabra hasta su muerte. “Simplemente tuvo un mal día”, solía decir para salir del paso. Para decir sin decir nada.
Los diarios de la época computan hasta 300 mil personas en el hipódromo de San Isidro aquel 30 de noviembre de 1952. Parece una hipérbole periodística. 107.000 enseñan registros más rigurosos.
No importa cuántos fueron, sino que todos lloraron.
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