Fotos: Talo Barboza, tomadas en el Festival del Taninero en Puerto Tirol, Chaco.
Arrecia el calor porteño afuera del café de Callao y Corrientes y, en una mesa, Raúl Barboza respira con placidez. Marca el ritmo de su voz chamamecera con la mano izquierda -uno de sus secretos en el acordeón cromático- y con la otra acentúa sus palabras en busca de sí mismo: “Yo no soy un gran maestro -dice-. Yo, simplemente, aprendí de la música desde muy pequeño. Pero realmente no sé por qué toco como lo hago. Es algo que me brota de mi conciencia y de mi espíritu. La música para mí no tiene limitaciones. Es una de las expresiones más sensibles del ser humano”.
El ícono del acordeón cromático vive en París desde 1987. Volvió a la Argentina en noviembre y se quedará hasta mediados de abril para seguir dando conciertos y reencontrarse, entre las provincias y Buenos Aires, con su público: el 14 de febrero (con Antonio Tarragó Ros como invitado) y el 21 de febrero se va a presentar en Hasta Trilce (Mazza 177), del barrio porteño de Almagro. A sus 86 años, Raúl Barboza sigue deslumbrando en sus recitales; dice que compone todo el tiempo y que tiene mucho por delante entre Argentina y Francia.
¿Cuántos misterios sonoros brotan de sus manos cada vez que pulsa su acordeón Piermaria? ¿Cuántos se seguirán emocionando con su visión popular, y a la vez vanguardista, de los sonidos del Litoral? Dice Barboza: “En la música no hay que preocuparse por ser mejor que el otro, sino por ser mejor que uno mismo. Es una búsqueda constante para mí: poder encontrarme conmigo mismo. Ya sea evocando la selva, el monte o el río, o inspirándome en un bocinazo o en los ruidos de París para componer, siempre es el mismo desafío: poder ser fiel a lo que tengo para decir y continuar en camino”.
El 17 de enero se presentó en la 33º Fiesta Nacional del Chamamé, de Corrientes, y logró que el público se entregara a su concierto, con su grupo, como si fuera la primera vez: hubo silencio, contemplación y conexión sideral con las piezas musicales sincopadas de Barboza. ¿Cómo vivió el reencuentro con el público correntino? “Fue muy especial -confía-. Yo me sentí muy bien en el Festival del Chamamé porque, ante todo, me siento muy bien conmigo mismo. Sin embargo, también veo que en el evento se piden muchas palmas y sapucais; hay euforia y gritos y eso no le hace bien a la música. ¿Por qué esa necesidad de tapar con arrebatos el disfrute musical y del arte? ¿Qué sucede con el silencio?”, interroga Barboza.
Y acentúa: “Veo que, en Corrientes, hay jóvenes que tocan muy bien el chamamé. Pero muchos otros se preocupan por tocar e interpretar cada vez más rápido, como si su mayor preocupación fuera competir con el de al lado y decirle: ‘Yo puedo tocar más veloz que vos’. Así, se pierde la contemplación, que es vital para todas las músicas y algo clave para el chamamé. No tenemos que perder la introspección. No hace falta tocar cada vez más rápido, ni demostrar que uno es mejor que el otro. No es para eso que abordamos la música del Litoral”.

Raúl Barboza tiene más de treinta discos, entre la Argentina y Francia, y el 22 de diciembre editó su último trabajo hasta ahora: Solo en París 2024. ¿Cómo surgió la posibilidad de este nuevo disco? El maestro del acordeón sonríe y contempla: “Eso fue una pavada, realmente. Lo grabé en la casa de un gran amigo, el compositor y bajista Daniel Díaz, que vive muy cerca de mi casa del Barrio Latino de París. Yo no practiqué ese repertorio, que hice con el acordeón solo. Elegí seis temas característicos míos (“Chamamé para mi tristeza”, “Pindovy”, “Vals para la abuela Isabel”, “Chamamé para mi tierra”, “Confidences de Nacre” y “El árbol y el colibrí”) y los grabé en el estudio de Daniel porque simplemente salieron de mi mente. Esa es la verdad”.
Amplía Barboza: “Este disco, Solo en París 2024, se grabó en forma muy distinta a cuando hago una preparación con mi conjunto, para el cual ensayo mucho con el acordeón y voy creando los arreglos en forma de una serie de preguntas y respuestas para los dúos, los tríos, las cuatro voces, etc. Ahí busco los espacios sonoros y también los silencios, en base a lo que estuve practicando. Pero en este caso, en el disco Solo en París 2024, toqué lo que la música me iba diciendo, con alegrías y con penas: fue un trabajo casi hecho por automatismos de cosas que yo tengo en el cerebro. Simplemente dejé que la música respirara a través de mí”.
–Raúl, ¿seguís componiendo?
–Claro, lo hago todo el tiempo. Yo podría inventar ahora mismo una música nueva. Es así, realmente. Pero yo no me siento específicamente a componer. Nunca hice eso. Yo compongo una música en un minuto, la dejo descansar y después vuelvo a ella. Antes tenía un grabador de mano donde iba registrando todo. Ahora no. Porque yo no necesito leer música. Todo lo que yo hago es por imitación verbal. Las creaciones afloran y después se las llevo a mi conjunto (Cacho Bernal en percusión, Nardo González en guitarra, y la violinista María Belén Arriola, la nueva incorporación) y decidimos qué vamos a tocar. Por eso también espero poder seguir tocando y grabando. Es mi mayor deseo. Yo escucho lo que me dicta el acordeón y lo dejo hablar. Allí está todo.
–Tus padres, en Buenos Aires y en Corrientes, fueron definitorios en tu formación musical. ¿Dialogás con ellos cuando tocás el acordeón?
–Bueno, yo siempre pienso en mi mamá y en mi papá. Siempre estoy con ellos a través de la música. No podría estar ausente de todo lo que recibí de mis padres, de mis amigos y de mis amigas: de todos mis seres queridos. Mi padre me enseñó a amar el arte musical y mi madre me enseñó a saber expresarme. Me enseñó a hablar, a decir, a pensar, a tener conducta y a respetar todas las formas de vida: las mujeres, los hombres, los animales, el agua, los pájaros. Porque todo es vida. Eso aprendí de mis padres. Y mi viejo fue un hombre bueno, que nunca me gritó. Mi madre tampoco. Ellos fueron muy trabajadores y me enseñaron el valor de ganarse el pan con el sudor de la frente. Nunca faltaron a sus palabras y siempre dieron todo lo mejor que tenían, aunque no tuvieran los mejores recursos económicos. Ese es un legado para toda la vida.
–¿Qué recordás de tu ida a Francia en 1987? ¿Por qué te fuiste a vivir allá?
–Yo partí de Buenos Aires por una necesidad más bien espiritual. No sólo económica. Me sentía sin apoyo, y a ese sostén lo encontré con otra gente, primero en Brasil, donde había grabado el disco Los Caminantes, con el guitarrista Bartolomé Palermo, en 1979. Ese disco me abrió las puertas en Brasil y me cerró las puertas en Corrientes, realmente. Porque el correntino suele ser alguien muy cerrado. Ojo, yo no hablo de todos los correntinos, sino de algunos. Hay que tener en cuenta que Corrientes es una isla dentro de la Argentina. Es una isla en la forma de pensar, tan distinta, respecto de otras regiones de nuestro país. Y esa condición de isla generó una forma de ser muy diferente a la de otras provincias. También, como digo, veo que hay mucha competencia en Corrientes. Pero yo no compito contra nadie. Yo compito conmigo mismo. Ese es el verdadero desafío.
–¿Qué sucede cuando hablás de estos temas con los más jóvenes?
–Yo les explico lo que siento: Corrientes pertenece a la gran región guaraní, que llega hasta Formosa, el Paraguay y el sur de Brasil. No estamos aislados. Pertenecemos a una enorme región musical y nos podemos alimentar de cada idiosincrasia musical para crecer. Por más que yo no hable guaraní, soy parte de esta región tan compleja y rica a nivel musical y humano. ¿Qué es ser correntino? ¿Qué es ser chamamecero? Los jóvenes no deben olvidar que, como señalo, Corrientes es un perímetro isleño que está instalado dentro del perímetro de la Argentina. Yo muchas veces no hablo de esto, pero lo voy dando a entender. Porque también significaría un arrebato de respuestas incontrolables y negativas. Y yo quiero evitar discusiones y respuestas desbocadas. Corrientes es un gran enigma, pero es cierto que muchos grandes chamameceros no nacieron sólo en la provincia: provinieron de distintas regiones de la Argentina. Eso enriqueció nuestra identidad y se refleja en la música a la hora de tocar.
–Algo característico de tu forma de interpretar el acordeón es tu mano izquierda. ¿Cómo la perfeccionaste?
–Sí, es verdad. La mano izquierda es muy dificultosa porque en, en el acordeón, las teclas están muy lejos. Yo pude aprender de un músico al que amo profundamente, que es el cordobés Ildo Patriarca. Cuando lo escuché tocar, yo no creía que él pudiera hacer eso con la mano izquierda. Entonces, un día lo llamé por teléfono, nos encontramos y él me fue pasando varias claves. Luego me pase cuatro años estudiando día y noche la mano izquierda en el acordeón. Trabajé, estudié y lo fui logrando. Pero yo no necesité estudiar lectura musical para poder tocar. La conozco, pero no fue la clave. Todo se basó en la práctica. Ahora yo toco a mi manera y nadie toca así. Algunos me imitan, pero yo me doy cuenta cuando el acordeón que suena no es el mío.

–¿Cómo te influye la urbanidad de París al momento de componer y tocar?
–Me influye relativamente. Yo por ahí camino por el Barrio Latino y hablo en francés con mis vecinos: dialogo con el vietnamita de enfrente, con el africano, con el japonés que vive a la vuelta de mi casa, con todos. En el Barrio Latino viven turcos, chinos, japoneses, árabes, gente de todo el mundo, y nos conectamos de ser humano a ser humano. Eso indudablemente debe influir a la hora de crear los sonidos. De hecho, yo grabé diez discos en Francia y en el año dos mil el gobierno francés me otorgó la distinción de “Caballero del Orden de las Artes y de las Letras”. Fue un gran reconocimiento por tantos años de trabajo. Pero yo nunca me olvido de dónde provengo: mi región chamamecera está en la base de todo lo que voy creando e interpretando.
–Entonces, ¿París no te determina al momento de tocar?
–Por ahí escucho un bocinazo de un auto y a lo mejor eso me da una idea de lo que quiero interpretar y grabar. Pero yo no lo busco. De hecho, cuando yo más me siento a pedir que venga la inspiración, no llega. O, si viene, no me doy cuenta. Todo aflora con naturalidad y con mucho ensayo. Ante todo, yo me siento un tipo libre. Así es como veo a la música: como un terreno de libertad. Es una gran expresión del ser humano.
–Cuando te presentan como un gran maestro del acordeón y de los sonidos del Litoral, ¿cómo te sentís con esas definiciones?
–Yo dejo que los locutores digan lo que deseen sobre la persona que presentan, en este caso yo. Pero yo no busco estar en una vitrina, ni deseo que ellos me llamen “el gran maestro”. Yo no soy un maestro. Yo no sé cómo aprendí de la música. La verdad, no lo sé, pero lo hice. La influencia de mis padres, de mi origen, y de mis maestros (Tránsito Cocomarola, Isaco Abitbol, Damasio Esquivel y Ernesto Montiel, que fueron mis amigos) me dio la posibilidad de aprender y de tocar como toco. Pero yo no soy un imitador. Yo fui forjando mi propio estilo, pero lo hice gracias a que pude compartir con todos ellos durante muchos años. Lo importante es poder sentir la música e intentar hacer hablar al alma en cada interpretación.
–¿Qué hubiera pasado si no te hubieras ido a vivir a Francia?
–Hubiera seguido trabajando acá. Pero, a lo mejor, no habría tenido las mismas oportunidades. Acá mucha gente no sabe que yo me fui a Francia porque en Argentina me querían hacer grabar música comercial: cosas que yo no quería. Y me daban mucha plata para hacerlo. Pero yo no acepté, porque eso iba en contra de mi espiritualidad. La música me nace de eso que no se ve y que me hace caminar, hablar y discernir. Eso es el espíritu. Es un ente que todos tenemos y al que tenemos que escuchar. Ese ente nos va guiando y nos orienta para donde tenemos que ir. Así, yo toco la música que me nace del espíritu. ¿Acaso no es así? Por eso les digo a los jóvenes: escuchen de dónde provienen, qué tienen para decir, y sean siempre fieles a todo ello. Es el mejor legado que les podemos transmitir a las próximas generaciones.
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