Mediados de los años ’90. Un chico de 16 años entra al Teatro Colón vestido con un sobretodo negro y un maletín. Simula ser parte de la orquesta, saluda y baja las escaleras hacia la sala 9 de Julio. Lo espera una partitura que le preparó la gente del Archivo Musical, que ya lo conoce, y se acomoda para ser espectador privilegiado de un ensayo de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Uno más de muchos. Cristian Axt no tiene credencial ni permiso, pero está convencido de que la cosa va por ahí.
Tres décadas más tarde, apoyado en la baranda de una de las imponentes escaleras del Palacio Libertad mientras evalúa con el fotógrafo de una revista de actualidad la conveniencia o no de dejarse puestos los anteojos oscuros, su presencia no pasa desapercibida, resaltada por haz de luz que se mete a través del ventanal que da a Paseo Colón.
Sólo que esta vez no se coló. La sesión fue debidamente autorizada y la mención al paso de “Organismos Estables”, la Dirección que nuclea a las orquestas coros y ballets nacionales, parece convencer al encargado de seguridad del sector de que no se trata de una sesión clandestina de alguna agencia publicitaria que tomó el espacio por asalto.
Y si hiciera falta credencial, queda en la manga la posibilidad de contar que apenas un par de semanas antes, a pocos metros del ahí, en el Auditorio Nacional, la Orquesta Juvenil Nacional Libertador San Martín ofreció una festejada interpretación de Camino a la peña, una obra que concibió para banda sinfónica y que con el tiempo creció al orgánico orquestal.
La programación de la pieza, que también sonó en el Ciclo Grandes Conciertos de la Facultad de Derecho (UBA) fue, precisamente, una de las razones por las que Axt decidió subir al avión que lo trajo a Buenos Aires desde la Viena que hace casi 13 años se convirtió en su lugar de residencia, tras un periplo que tuvo su Km. 0 en el conurbano bonaerense y que hizo una escala previa en Italia antes de concluir en la capital austríaca. Aunque nada asegura que ese sea su destino definitivo.
-Eduardo Slusarczuk: ¿Te reconocían los músicos de la Académica y de la Filarmónica, cuando te colabas a ver sus ensayos?
-Cristian Axt: Sí, claro. Me cubrían. Me ponían en el medio, me saludaban con naturalidad. Era parte del paisaje. Incluso el tipo de seguridad me saludaba. Cuando entré oficialmente al Instituto Superior de Arte del Colón como pianista, años después, comí un asado con él. Nunca le conté que durante años me había infiltrado cada mañana.
Un pibe del conurbano en un tiempo sin tutoriales
Aunque algunos no lo crean, hubo un tiempo en que los tutoriales de YouTube no existían y la formación musical autodidacta era, literalmente, física. Había que estar ahí. Ver, oír, imitar, copiar, probar, crear. Eso es lo que Cristian hizo desde su adolescencia, empujado por una mezcla de pasión precoz y contexto no del todo favorable.
Villa Ballester fue su cuna, donde vivió su primer cruce cultural, entre familias de inmigrantes italianos, judíos, ucranianos, gallegos y alemanes. Su abuelo materno, inmigrante calabrés y veterano de la Segunda Guerra Mundial, le transmitió dos legados esenciales: el amor por la música y la sospecha hacia lo “correcto”.
“Mi abuelo me contaba historias de su infancia en Calabria y del frente de guerra. Me hablaba de lo que era buscar caminos distintos a los que todos piensan que es lo correcto. Él me enseñó que salirse de lo ‘establecido’ puede llevarte a descubrir o aprender algo que te salve o cambie la vida. Eso me quedó grabado. Después, cuando empecé a componer, entendí que esa idea estaba muy presente en mí”, recuerda.
A los 14 fundó una banda de rock con amigos del barrio. Se llamaban Pilares de roca. Eran tiempos difíciles. El teclado lo compró su abuela con los restos de la pensión de su abuelo que llegaba desde Italia. El solfeo lo aprendió con Giuseppe Corsaro, otro inmigrante tano que le ofreció clases gratis. La primera duró como tres horas, y salió escribiendo música. “¡Había entendido la teoría musical de un tirón y Giuseppe no lo podía creer!”
El primer libro de música se lo regaló un amigo que tocaba de oído. Una red invisible se armaba alrededor del joven Axt, sin que nadie supiera aún la magnitud del recorrido por venir. ¿Antes? Algo de música clásica de chico. “Después, el tocadiscos se rompió”, cuenta en una entrevista. Era época de hiperinflación, así que no hubo más música, no hubo radio ni nada. “Estaba jodida la cosa”.
La jubilación que venía del otro lado del charco volvió a aportar a la causa en forma de radiograbador. “Entonces, mi viejo fue a ayudar a un vecino, encontró una bolsa llena de casetes tirada en un container que estaba en la calle, y la trajo. ‘Mira Cris. Parece que esto lo tiraron, pero por ahí funciona’, me dijo”.
Funcionó. Ahí estaban La Traviata, el Concierto N°1 para violín de Paganini… “Puse play y nunca más volví a ser el mismo. Fue como entrar en un trance. Me di cuenta de que eso era yo. Fue como conocerme a mí mismo. Era como si me hubiese transportado, recuerda. “El sueño de mi abuelo había sido el de ser músico y no pudo. Primero porque eran pobres y después le tocó la guerra. Más adelante vino a la Argentina, y acá se dedicó a laburar, a hacer su casa donde nací…”
Compositor sin lugar para la duda, a pesar de…
Escribió su primer vals, luego una sonata y partitura en mano se animó a ir a ver a un maestro reconocido en el centro porteño. Entró al estudio, le mostró su obra y el académico se rió. “¿Componer? Pero, nene, ¡si luego tu música va a estar tirada por el piso como tantas otras!”, recuerda que le dijo.
“Sin saberlo, el ‘Maestro Alessio’ me hizo un gran favor. En ese momento, sentí una voz interior que me decía que mi música estaría en el atril de las orquestas. Entonces, agarré mi vals y me fui lo más rápido posible de ese lugar. Luego, la situación económica cambió nuevamente para mal: probé en el conservatorio estatal de San Martín y me dijeron algo parecido. Así que también me fui y me dediqué a seguir siendo un compositor autodidacta. Las herramientas compositivas las fui fabricando intuitivamente.”
Igualmente intuitiva fue u decisión de abandonar el colegio. “Yo empecé a estudiar música de manera autodidacta a los 14 años, mientras veía que otros chicos de mi edad ya daban conciertos. Entonces dije: ’Es a todo o nada’. ¿Ejemplo? De nada. Cristian dice que en su caso no había opción, pero sí convicción. “Nunca dudé de nada. Jamás. Y sigo siendo así”. Cuestión de actitud, a los 24 años Axt regresó al Colón, pero ya sin necesidad de ocultarse, sino como pianista del Instituto Superior de Arte.
-¿Cómo se relacionan el oficio del pianista coreográfico con el de compositor? ¿Qué se aportan entre sí?
-Tienen en común la invención o la creación como recurso para salir del paso. Se retroalimentan. Me tocó audicionar muy joven para ingresar como “pianista coreográfico” al instituto del Teatro. El maestro de ballet era una verdadera eminencia: Antonio Truyol, de 80 años. A mitad de la clase, me pidió que tocara una mazurca. Yo tenía sólo dos en mente, del repertorio de ballet, que podían servir para el ejercicio. Toqué las dos y no le agradó ninguna para ese ejercicio. Me dijo: ‘¿No tiene otra?’
–¿Qué hiciste?
-Le dije que sí. Empecé a tocar sin idea de lo que haría, y comencé a improvisar. ‘¡Perfecto! ¡Esa mazurca me queda perfecta para el ejercicio! ¿De quién es?’, me preguntó Antonio. Le dije que no me acordaba del nombre del compositor. Fui elegido por él y por el maestro Mario Galizzi y trabajé diez años en el Colón. De ahí en más, siempre digo que sí a cualquier desafío compositivo. Aprendo haciendo.
Entre fiestas y peñas del medioevo a un “pre-Capusotto”
En 2011, Axt estrenó Camino a la peña. Con la cualidad de ser una de las primeras a las que él mismo le atribuye un “sello personal”, la obra se presentó en Colombia, se grabó en Salta, se interpretó en Jujuy y llegó hasta un festival de vientos en Hong Kong. Además, la Sinfónica Nacional, varias orquestas juveniles y sistemas de formación musical la incorporaron a sus repertorios. Era el inicio de un lenguaje que no paró de evolucionar. Un idioma musical que, rebobina, se había empezado a gestar tiempo antes.
“Por entonces iba mucho al hotel El Castillo, de la familia Fábrega, en el Valle de Punilla, donde se reunían grandes amigos suyos emprendedores, empresarios y músicos en unas fiestas medievales. Los hermanos Fábrega eran todos graduados de las principales universidades de los Estados Unidos, y folcloristas a la vez. Y junto a ellos estaba yo, pianista del Teatro Colón”, recuerda.

-¿Cómo era eso de las fiestas medievales?
-Eran fiestas en las que participaban todos los huéspedes del hotel, que en general eran familias. Había vestuarios para todos. El resultado era impactante. A veces teníamos música en vivo, con un cuarteto de cuerdas que venía desde la capital de la provincia y yo me sumaba a tocar con ellos. En general, la entrada y la cena se hacían con grabación y luego tocábamos folclore, haciendo una especie de “Cosquín medieval”.
Otras veces organizaba improvisaciones teatrales con los Fábrega. Una especie de Les Luthiers. Y siempre, luego del show, junto a ellos y algunos huéspedes combinábamos unos habanos con whisky mientras yo improvisaba unos sketchs en los que hacía todos los personajes a la vez. Era una parodia de Federico Luppi enojado en la que siempre maltrataba al peón “Gutiérrez” y todo terminaba mal, como una tragicomedia. Una parodia sobre la violencia absurda.
Pasábamos del medioevo a Cosquín, para terminar con un pre-Capusotto. Todo en una noche. En ocasiones, después nos íbamos a una peña en Villa Jardín. Una vez cayeron Los Carabajal y más tarde fuimos todos a escucharlos.
En ese caldo se cocinó la obra que lo trajo de regreso a Buenos Aires, pero que también de algún modo había musicalizado su partida en busca de nuevas aventuras. “Así como antes entraba corriendo al Colón, a los 34 años salté dentro de un avión en dirección a Europa. Era mi primer viaje al continente de mis amados Fellini, Caravaggio, Stravinsky, Beethoven, Michelangelo… Y sabía que no volvería por mucho tiempo”.
-¿Por qué te fuiste?
-No puedo explicar con palabras el hecho de haber emigrado. Sabía que tenía que hacer ese viaje. Debía cruzar ese desierto, no perder de vista el horizonte y llegar a esa peña rara, transoceánica, que me esperaba con gente vestida de smoking.
Pasé un tiempo en Milán, pero luego me transferí a Viena. Volvía todo el tiempo a Italia, que es mi casa. Especialmente a Roma, donde tuve mi primer estreno europeo con mi obra Malambo al final, interpretada por Lilia Salsano en la Casa Argentina, que queda en la Vía Veneto, aquella del film La dolce vita de Fellini. Justo para mí, que soy felliniano. Luego, mi labor estableció lazos con la Embajada de Italia en Viena, donde toqué y organicé conciertos importantes.
-Decís que Italia es tu casa. ¿Por qué no te quedaste?
-Porque Viena es muy tramposa. Te hace fácil lo difícil. Aunque luego, te hace difícil lo fácil, y para entonces ya es tarde: caíste en su trampa. En Viena, estaba de paso. Pero al poco tiempo firmé contrato con la Ópera Estatal y me quedé.
Yendo de la cama a la consola
No conforme con su ocupación como compositor, su trabajo en la Wiener Staatsopper y algunas otras cuestiones, Axt aprovechó su residencia vienesa para emprender una nueva aventura, autodidacta otra vez: “Decidí iniciarme en el intrincado mundo de la producción musical, la ingeniería de audio, mezcla, masterización, y un largo etcétera. No fue fácil lograr un buen track, pero finalmente logré buenos resultados”, cuenta.
Y sigue: “Ideé un sello discográfico, Green Affaire: nombre, logo, modelo de negocio… Todo en mi dormitorio, lleno de pianos digitales, micrófonos y la mega torre del PC más potente. Más tarde, me mudé a un apartamento gigante y construí mi propio home studio. Allí grabé con Yury Revich y su Stradivarius de 8 millones de euros. Registramos una obra que compusimos juntos. Abordé la orquestación, mezcla y masterización,y lo lancé comercialmente. No gané un centavo a pesar del éxito, pero lo estaba logrando: estaba produciendo la música que componía.“
No obstante, Axt reconoce que el gran salto llegó cuando conoció a quien hoy menciona como socio y gran amigo: el prestigioso productor musical e ingeniero de grabación, Arpad Hadnagy. “Firmé el contrato con su compañía, y de repente fui el CEO de Waves Affaire, el sello discográfico que había empezado en mi habitación. Ahora tenía un gran estudio de grabación a mi disposición, toda la experiencia de Arpad, y en menos de dos años, lanzamos tres álbumes y organicé, para presentar a mis artistas, el concierto más importante de la temporada de la Embajada de Italia en Viena: la presentación de nuestro álbum Piazzolla QR del Quinteto Revolucionario, en el fabuloso Palacio Metternich.”
Los lanzamientos de Waves Affaire que menciona Axt incluyen también el debut discográfico de Pilar Policano, quien registró una obra suya, Doña Ubaldina, junto a Mariano Manzanelli al piano, y una versión para violín solista de La cumparsita.
-En varias notas mencionaste la falta de conexión de la producción de música clásica en la Argentina con la “industria”. ¿Qué debería suceder para que eso se desarrolle de una manera que potencie la difusión y el alcance de esos materiales?
-Es un tema complejo, pero lo puedo delinear brevemente: toda producción artística necesita medios editoriales y audiovisuales para ser difundida local o universalmente. Es algo que los europeos siempre entendieron y nos parece normal tener acceso a partituras y grabaciones de sus compositores, del mismo modo que nos parece normal no tener partituras ni grabaciones de nuestros creadores sinfónicos.
Para los europeos, el arte y la cultura se conjugan perfectamente con la industria; es decir, las empresas y el Estado invirtiendo en la producción de contenido con fines tanto culturales como otros ligados a un beneficio económico.
En cambio, acá siempre noté una especie de divorcio entre las partes. Personalmente, tengo varias propuestas donde propongo un plan para que la producción sinfónica argentina sea acompañada por una industria editorial y audiovisual concreta y estratégica, integrando a la vez una difusión universal mediante una política a corto, mediano y largo plazo.
-Lo más parecido a tener una estrategia.
-Claro. Pensar cuál es la estrategia para distribuirlo en el mundo, para que se conozca. Porque nadie nos está esperando. O sea, hay que dejar de mirarse el ombligo. Ahora, si nos conocen van a empezar a esperarnos, van a empezar a pedir. Pero hay que ser muy inteligente. No se puede salir al mundo con algo que el mundo quizás no está pidiendo, y que si lo recibe tampoco le resulta atractivo.
-¿Podrías profundizar un poco?
-Digo que si empezamos a grabar siguiendo una línea cronológica del repertorio argentino puede estar bien, pero quizás eso no es algo que estén esperando escuchar. Me parece bien que se haga. Pero creo que si se van a usar recursos, se deberían usar de manera que sea de la manera más… Saquemos la palabra rentable, pero sí efectiva.
-¿No hay posibilidad de que además de efectiva sea rentable?
-Rentable es muy complicado y requiere de mucho tiempo. Se requiere un plan a largo plazo y que pueda resistir todos los cambios de gestión que tiene el país. Pero para eso los artistas tienen que estar convencidos, y si no entienden que necesitan de la pata industrial del arte, no hay manera de que se pueda articular algo a largo plazo. Después de 12 años, ya casi 13, en Europa, lo que uno entiende es que no se da puntada sin hilo.
Todo se hace con un porqué y pensando en el próximo paso, y el siguiente y el siguiente y el siguiente. Si no, el europeo te pregunta para qué vas a hacerlo. “Vamos a grabar esto así”, propone alguien, y la respuesta es: “¿Para qué? ¿Cuál es la idea?” Siempre es a largo plazo y siempre es: “Bueno, ¿pero a qué audiencia nos dirigimos? ¿Cuál es el target? ¿Hacia dónde vamos con esto? ¿Cuál es el business plan?” Así como se trabaja en Europa y por eso, finalmente, tenés la calidad que tenés.
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