Hugo Sconochini deja pasar un momento apenas escucha la pregunta.
–¿Qué rol tiene Rubén en ese partido y en líneas generales? –consulta el periodista sobre el épico triunfo contra Estados Unidos en las semifinales de los Juegos Olímpicos Atenas 2004.
El capitán de esa Selección Argentina, transformada para siempre en la mítica Generación Dorada, alza los hombros, toma aire y responde.
–Todo. Todo –dice con una sonrisa que va creciendo mientras enarca las cejas, como si necesitara más espacio en su rostro para expresar un significado enorme en unas cuantas oraciones.
–Todo –repite: usa por tercera vez esa palabra–. Nadie ganó como él. Él es el básquet argentino. Él es el manifiesto del básquet argentino. Es la cara del básquet argentino –completa.
En las sienes de Hugo se notan algunas canas. Sigue siendo un hombre fornido. Sin embargo, parece un niño lleno de ternura cuando completa su intervención.
–Yo lo siento como si fuera un familiar. Cuando lo veo, le muevo la cola como perro. Me acerco para que me acaricie –completa entre risas ese basquetbolista que en Italia era apodado El Jordan de las Pampas.
El capitán del equipo que rompió la historia del deporte mundial habla de Rubén Magnano, el entrenador de ese seleccionado: el hombre que dirigió con maestría aquella tormenta perfecta de talento, dedicación, deseo de superación, solidaridad, altruismo y una lista tan interminable de bondades deportivas y humanas que sería aburrido seguir enumerando.
Las imágenes de Sconochini son parte del documental “La gloria del oro, 20 años después”, producido por Básquet Plus TV y estrenado por Fox Sports hace pocos días, en la previa a un acontecimiento único. A 20 años del oro que los elevó al Olimpo, los 12 jugadores y el cuerpo técnico se reunirán por primera vez el próximo sábado 2 de noviembre en el Parque Roca, en un evento que contará con 15.000 espectadores que arrebataron las entradas en apenas cuatro días.
Así como el reencuentro llega en un aniversario redondo, Magnano también atraviesa fechas especiales. En junio de este 2024 anunció su retiro definitivo y hace días se cumplió un año de la publicación de su biografía oficial.

Fruto de cinco años de trabajo, el libro es un juego en espejos entre capítulos narrativos y autobiográficos. Con ritmo de novela, hay tramos que se sumergen dentro de la atmósfera del mundo Magnano para pintar las múltiples facetas de un personaje habitualmente lejano a las cámaras, los flashes y los micrófonos. En los tramos autobiográficos, el cordobés repasa y reflexiona momentos trascendentes de una vida cargada de adrenalina y tenacidad, con giros inesperados y una convicción intacta: los imposibles no existen.
Hay un capítulo de la biografía de Magnano que se titula “Sean eternos los laureles”. Contiene imágenes del Rubén más visceral. Y del Sconochini más auténtico: ese hombre al cual el técnico había convencido para que regresara del retiro de la Selección y se despidiera en la cita olímpica de 2004.
Lo que se relata en esas páginas ocurre apenas Emanuel Ginóbili encesta un doble mágico, el de la palomita frente a Serbia y Montenegro, en el debut en los Juegos. El que permite sacarse la espina clavada en el corazón desde aquella dolorosa final de Indianápolis 2002.
La cámara lo capta corriendo desaforado. Lleva los brazos a los costados y da zancadas largas, como si fuese Usain Bolt. Tiene pantalón largo de color negro y camisa blanca con delgadas rayas azules. Al terminar el primer trayecto lineal, encara la curva con decisión. Su andar ya no es tan atlético. En mocasines, trata de que la inercia no lo haga trastabillar. Por fin se le ve el rostro completo. Rubén Magnano tiene la boca abierta, llena de un furioso grito de felicidad y desahogo.
En ese plano aparece Enrique Tolcachier, quien lo aventaja por unos metros. Rubén recupera el tranco firme, por la línea lateral. Los puños van apretados. Los sacude una y otra vez. Parece un delantero que acaba de hacer el gol de la victoria. Llega, a toda marcha, hasta la montaña de jugadores que casi aplastan a Manu Ginóbili. Recién allí clava los frenos.
Magnano acaba de dejar su huella. Esos segundos alocados de su «vuelta olímpica» serán su marca registrada, el video más «viral» de su carrera como entrenador. Resultaría difícil explicarle a alguien que se trata de un hombre habitualmente muy moderado, al que a veces cuesta sacarle una sonrisa dentro de una cancha de básquetbol.
Lo que sucede es que ése es el tráiler de la película. Y conviene verla completa, desde el principio.
–Para mí, Indianápolis fue muy doloroso. Durante meses me seguía despertando con un mal sueño. El sueño de mi último tiro, las lesiones que no tendrían que haber ocurrido –explicará Hugo Sconochini para este libro–. Fue difícil digerir una derrota así. Por eso había renunciado a la Selección. Rubén dejó que mi cabeza se «reseteara» y sacara esa contaminación inútil. Y me empezó a llamar para convencerme de que el momento ideal para retirarme eran los Juegos Olímpicos.
–Muy poca gente logró la ascendencia que tuvo Rubén sobre mí. «Me puede». No tardó mucho en convencerme, como también lo hicieron mis compañeros –agregará el capitán albiceleste–. Hay cosas de mi pasado que no me acuerdo: victorias, partidos, detalles. Pero otras son muy claras, con Rubén, con el equipo: el roce diario, el afecto, la comprensión. Me convenció y, gracias a eso, en Atenas 2004 viví uno de los momentos más excitantes de mi vida siendo parte de un equipo de básquet.
El capítulo autobiográfico titulado “Oro puro” y el tramo narrativo con el relato de Enrique Tolcachier y Fernando Duró, asistentes técnicos de Magnano, le agregan una dosis cómica a esa reacción que se transformó en uno de los highlights de aquellos Juegos Olímpicos.
“La vuelta olímpica posterior al triunfo contra Serbia y Montenegro fue la mayor locura de mi carrera. No recuerdo haber tenido una reacción tan curiosa y tan sacada como ésa. Atentó, inclusive, contra mis formas, porque soy muy cuidadoso y respetuoso de los rivales y del entrenador del equipo que nos toque enfrentar. Lo más increíble es que yo no recuerdo haber hecho eso. Por supuesto, me veo en las imágenes de televisión y soy yo. No quedan dudas. Ja. Pero no me acuerdo o, mejor dicho, no lo tengo en mi conciencia”.
“Me sigue causando gracia, porque fue una cosa única y descabellada. Muchas veces le quise encontrar una explicación a esa situación. En el pasado y ahora. Supongo que habré visto correr a «Tolca» y reaccioné siguiéndolo. Es lo único que se me cruza por la cabeza”.
“Si bien fue curiosa, admito que reaccionaría cien veces más del mismo modo, porque fue algo que me salió así, sin pensarlo, con las pulsaciones al límite. Me brotó del corazón. Fue una emoción no manejada ni programada y, por esa misma razón, entiendo que es valedera”.
“De manera evidente, el modo en que se cierra el partido y el rival son condimentos que permiten comprender semejante locura. Puesto en perspectiva, era imposible abstraerse del contexto. Serbia y Montenegro era la continuación de Yugoslavia, el equipo que nos había ganado la final del Mundial de Indianápolis 2002 con un cierre de juego muy polémico, en el cual entendimos que los árbitros se equivocaron al menos dos veces. Estuvimos dos años incubando esas ganas de vencerlos”.
“La forma en la que ganamos, con el doble maravilloso de Ginóbili sobre la bocina, también fue épica y resulta decisiva para entender mi corrida y la montaña de compañeros que se abalanzaron sobre Manu”. “Esa «vuelta olímpica» fue un poco premonitoria de lo que ocurriría. Aún no sabíamos cuán lejos podríamos llegar”.
“Arrancar ganando, y hacerlo frente a un equipo tan poderoso, fue fundamental. De hecho, el grupo clasificatorio fue tan duro que Serbia y Montenegro, que venía de ganar el Mundial dos años atrás, finalmente se quedó afuera en la primera fase de esos Juegos Olímpicos 2004”.
(Rubén Mangano)
–Dimos la vuelta olímpica los dos juntos, con Rubén detrás de mí – dirá Enrique Tolcachier–. Por un lado, era la revancha del Mundial 2002. Por otro, era ganar el primer partido de los Juegos contra una potencia: el campeón del mundo. Aparte, el partido estaba «perdido». Todo eso me impulsó a salir hacia cualquier parte. No sabía ni para dónde corría.
–Son cosas que se hacen de manera inconsciente. Después de la corrida fui a tirarme en la montonera sobre los jugadores –agregará Tolca–. Y ahí nomás me fui con Ale Cassettai a la mesa de control, porque Obradovic estaba protestando y decía que el lanzamiento había sido fuera de tiempo. No queríamos que pasara nada raro y que nos cambiaran el fallo. Después de lo de 2002 había que estar en alerta.
–Ginóbili, con su doble, y Magnano, con su corrida, me dejaron duro. Quedé solo, gritando en el medio de la cancha –explicará Fernando Duró.
–Era otra época, por supuesto. En los días posteriores fuimos a la cancha con Fernando Duró para ver el partido entre Nueva Zelanda y China a las nueve de la mañana –recordará entre risas Tolcachier–. Durante los tiempos muertos, en las pantallas gigantes iban pasando dobles, volcadas y jugadas curiosas. ¡Y de pronto aparecimos nosotros! Rubén y yo dando la vuelta alocada.
–Había muy poca gente en el estadio: cuatrocientas personas como mucho. Cuando vieron a esos dos locos corriendo, por las risas y carcajadas parecía que había cinco mil espectadores. Al principio me dio vergüenza, pero terminamos cagándonos de risa junto con Fernando –completará «Tolca».
“El día que se rompió la historia” es el capítulo inicial del libro. Hasta el momento de planificar ese partido, Estados Unidos era el gigante mítico. Después de ese juego, y mientras el mundo sea mundo, el primer equipo en hacer astillas al tótem invencible será la Argentina de Rubén Magnano. El mundo quedó patas arriba un 4 de septiembre de 2002, cuando la Selección amasó el invicto del Dream Team como si fuese plastilina.
A esta hora, en este presente, hay un hombre que está pisando el futuro, moldeando el pasaje colectivo a un pedacito de la eternidad. Pero ni siquiera él lo sabe en este instante. Es más, rechazaría cualquier pose sobreactuada o vanidosa y se alejaría de toda ensoñación vacía.
Aunque es esencialmente pragmático y detallista, al hombre que está pisando el futuro le gusta decir que no hay imposibles. Que los mitos están para romperse.
Para él, todo transcurre con extraordinaria naturalidad ese miércoles 4 de septiembre de 2002, el día en que el deporte mundial está por cambiar para siempre.
De todos modos, a esa hora no hay nada que se parezca a una gesta épica. Es imposible saber que ya se inició la cuenta regresiva para el quiebre de la arrogancia de un equipo creado y concebido para no perder.

Dos años más tarde, en tierras helénicas, la Selección Argentina sacudiría la historia olímpica. Aún hoy, en 2024, ningún equipo volvió a hacer aquella travesura: impedirle a Estados Unidos abrazarse al oro para el que siempre se sintió predestinado.
Fue en semifinales de Atenas 2004 –las semifinales por las que le preguntaron a Sconochini en el documental- y está narrado en el capítulo “Sean eternos los laureles”.
Argentina la mueve. De la tribuna baja un «oooole». Rubén tiene los brazos en jarra y mira el reloj. El banco de suplentes, detrás de él, es una fiesta. Están todos de pie. Algunos revolean sus toallas. Odom acorta la desventaja. La Selección sigue moviendo la bola. Scola falla bajo el aro pero la historia ya está escrita. Marbury maquilla la diferencia. Igual, esa fachada no puede esconder la demolición que todo el planeta está viendo.
Argentina repone de fondo. No queda nada. Chapu se la entrega a Pepe y éste, a Ginóbili. Manu la cruza sin mayor tensión. De pronto observa a Scola corriendo como un tren bala. La anaranjada viaja entre dos defensores. El Luifa recibe y, sin picarla, encara al cesto. Jefferson llega corriendo y salta a taparlo. Queda hecho un póster. El pelilargo la vuelca a una mano, de manera brutal. Los suplentes se vuelven locos. Herrmann alza los brazos debajo del aro.
Scola grita desaforado, mirando hacia arriba, y con las dos manos hace un círculo sobre su pecho: la medalla está asegurada.
–No habrá oro en Atenas. Podría decirse que comienza una nueva era en el básquetbol olímpico. Una en la que Estados Unidos ya no tiene el dominio –apunta el relator estadounidense.
Duró se emociona y alza a Magnano. Cuando baja, Rubén sacude sus brazos mirando al público. Ginóbili, Sconochini, Montecchia y Wolkowyski se abrazan de un lado. Oberto y Scola, del otro.
Marion, que había integrado el equipo en 2002, vuelve a sufrir a Argentina. LeBron James tiene los labios apretados. Duncan está más inexpresivo que nunca. Quisieran que se los tragase la Tierra.
–Éramos un montón de idiotas reunidos a los que nos dijeron: «Salgan y ganen el oro». Nuestro grupo no era un equipo. No era un equipo. Para nada –explicará Carmelo Anthony en 2022.
–Fue feo, horrible de mirar, y peor aún, ser parte de eso –añadirá Wade.
Magnano, Tolcachier y Duró se abrazan conmovidos. Las cámaras enfocan a Popovich: le dice algo al oído a Ginóbili y lo palmea, felicitándolo. Montecchia, parado sobre la mesa de control, se estira la camiseta y la besa. Oberto, con una bolsa de hielo en la mano derecha, se trepa y abraza al Puma.
Ginóbili hace el mismo gesto que Scola un rato antes: un círculo sobre el pecho, una medalla, el sueño de toda una vida.
Montecchia y Sánchez se miran. Se ríen. Acaban de hacer la misma travesura. Por segunda vez.
El equipo se reúne al centro de la cancha. Herrmann y Scola tienen el torso desnudo. Si existe la felicidad, debe ser lo más parecido a esa postal, a esa emoción infinita.
El vestuario argentino es un descontrol. Primero meten bajo la ducha, con ropa puesta, a Alejandro Cassettai. Un rato después, al trajeado Horacio Muratore, el presidente de la Confederación Argentina que luego llegará a conducir la Federación Internacional.
David Stern, el comisionado de la NBA –la máxima autoridad de la mejor liga del mundo– baja a felicitar a los argentinos.
–El bronce es lo mejor que el básquet americano puede lograr, y la razón es simple. Fueron vencidos por un equipo superior: Argentina –apunta la web de USA Today.
–Hubo un solo equipo en la cancha. El otro era una suma de individualidades –explica Chicago Tribune.
–Argentina destila testosterona, amor propio y un baloncesto precioso; de verdad, no de plástico ni para vender camisetas; para disfrutar, para jugar, para sentir. Un baloncesto olímpico, universal –elogia al equipo de Magnano la agencia de noticias EFE, de España.
Oberto se traslada hacia un hospital junto con «el Doc» Pila. El resto se sube a un ómnibus color verde para volver a la Villa Olímpica.
Estados Unidos está en camino hacia el «Queen Mary II», el barco más lujoso del mundo. A veces, el lujo es vulgaridad.
Argentina es la primera –y será la última– en eliminar de la lucha por el oro a un equipo NBA de Estados Unidos. Y Magnano será el único entrenador en dirigir un equipo que los haya vencido dos veces en competencias oficiales: un Mundial y unos Juegos Olímpicos.
La lesión de Oberto y la capacidad de superar adversidades, nada menos que en una final olímpica, es algo que Magnano aborda en sus capítulos autobiográficos.

“La gran tristeza de las semifinales fue la lesión de Fabricio Oberto, quien recibió un golpe muy duro de Stephon Marbury y sufrió una fractura en la mano derecha. Después de festejar el triunfo contra Estados Unidos junto con sus compañeros, Fabri debió pasar por el hospital. Volvió a la Villa Olímpica enyesado y muy afligido. Era una pena para todos saber que se iba a perder el partido por el oro”.
“Esa baja nos obligaba a modificar la formación inicial para la final contra Italia, con el ingreso de Luis Scola. Ése sería su primer partido como titular en el torneo. Aún no podíamos saber que forjaría una carrera tan admirable que lo llevaría a disputar cinco Juegos Olímpicos”.
“El día de su despedida, en los Juegos de Tokio 2020, dejó conmovidos a todos: los aplausos de rivales y compañeros, y de los presentes en el estadio, mientras el partido se detenía para homenajearlo, fue algo que nunca vi en mi carrera como entrenador. Resultó impactante. Ganarse ese respeto del mundo entero es algo que pueden conseguir sólo algunos elegidos”.
“Luis siempre resultó un ejemplo en la cultura del esfuerzo. En cuanto a compromiso con la camiseta de la Selección, fue, sin dudas, el referente más grande de la historia”.
(Rubén Magnano)
“Y así como Manu se esguinzó en el Mundial 2002, en cada uno de los grandes torneos siguientes tuvimos lesiones en instancias finales. En el Preolímpico 2003, Alejandro Montecchia pudo jugar apenas diez minutos contra Canadá, el día que conseguimos la clasificación para Atenas 2004, y directamente no consiguió pisar la cancha en la final contra Estados Unidos”.
“En los Juegos Olímpicos en Grecia, Stephon Marbury fracturó a Fabricio Oberto en semifinales frente a Estados Unidos y nos quitó a un jugador fundamental para la final por el oro con Italia”.
“Es decir que las adversidades no quedaron en el plano teórico. Las vivimos, las afrontamos y, a nuestro modo, las superamos. Y también aprendimos de las derrotas, incluso de las más dolorosas, como la que sufrimos contra Yugoslavia en la final de Indianápolis”.
“Aquello, lejos de frustrarnos, alimentó nuestro deseo. En 2002 no sabíamos si podríamos llegar a otra final y en Atenas 2004 volvimos a encontrarnos en esa situación. La experiencia –algo que no se entrena ni se compra– nos permitió encarar y manejar de otra manera ese juego. Lo vivido nos había enseñado a ganar. La frase no podía calzar más perfecta: la experiencia valía oro. El oro olímpico”.
(Rubén Magnano)
Enyesado, Oberto alentó desde el banco de suplentes. Para él, sin embargo, fue su mejor partido en Atenas 2004. Ese espíritu colectivo puede resultar intangible, pero es de un material inquebrantable, mucho más duro que cualquiera de los metales. El pivot cordobés, campeón de la NBA junto con Ginóbili en los Spurs, repitió por estos días –en el mismo documental que Sconochini- aquello de que no estuvo ausente, sino que en sus recuerdos anotó puntos y bajó rebotes.
Aquella final olímpica frente a la sorprendente Italia tiene, por supuesto, varias páginas en el libro.

“Más de un lector se sorprenderá con este dato: no había vuelto a ver la final olímpica completa hasta el momento de repasar datos para este libro. Debo admitir que tenía una imagen distorsionada. Creía que había sido un partido más holgado. Sin embargo, fue un juego muy, muy duro. Italia llegaba embalada, después de ganarle en «semis» a un gran equipo como Lituana, y nos obligó a dar lo máximo. Argentina se tuvo que esforzar muchísimo para conseguir ese oro imborrable”.
“En la tarde anterior, los italianos habían metido dieciocho triples, con casi sesenta y cinco por ciento de aciertos en el perímetro, por lo que estábamos muy pendientes de contrarrestar esa vía de gol”.
“Era un equipo de muy buena estatura y, excepto Roberto Chiacig, todos los demás internos jugaban de frente al cesto y tenían buen lanzamiento. En «semis», Gianluca Basile, Giacomo Galanda, Gianmarco Pozzecco, Matteo Soragna y Massimo Bulleri habían convertido triples. Había que hacerle frente a esa situación”.
(Rubén Magnano)
Montecchia, que juega sus últimos minutos con la camiseta de la Selección, cruza la mitad de campo y gira sobre sí mismo. Su defensor trastabilla y cae de espaldas. Wolkowyski se planta en una pantalla y el base se la entrega a Scola. Cuando lo doblan, el Luifa se la devuelve al Puma. Otro triple. Ya es un concierto. El oro no se puede escapar.
La pelota circula. Los segundos se escurren. Rubén deja de mirar el juego y busca a sus asistentes. «Tolca» está de un lado y Duró, del otro. Se entrelazan en un abrazo infinito, al que se suma «el Doc» Pila.
En la cancha, Ginóbili busca a Sánchez y Pepe tira un lujo para Scola. El Luifa la entierra y se queda colgado del aro. Sostenido así, en las alturas, pega un alarido inmortal.
Montecchia se agarra la cabeza, como si no creyese que es verdad, que la dorada ya es propia. Wolkowyski, parado en el banco de suplentes, mira al cielo y se persigna. Scola envuelve al trío bahiense entre sus brazos. Los suplentes ya corren hacia la cancha.
Se terminó. Argentina rompió la historia. Que la cuenten como quieran.
Magnano va a estrecharle la mano a su colega italiano, Carlo Recalcati. Después agita los brazos con las palmas sueltas, como si fuese un hincha.
El camarógrafo sigue de cerca a los argentinos. Pozzecco, viejo conocido de la Lega italiana, saluda a Sconochini. Hay que hacer zoom ahí cerquita: Rubén tiene los ojos húmedos. Está conmovido. Pozzeco también se acerca a felicitar a Magnano. El entrenador ya suelta algunas lágrimas. Mira como si tratase de retener esas imágenes, impregnarse para siempre de esas sensaciones casi irreales.
–Lo que más recuerdo es el abrazo que nos dimos con Fabri –dirá Wolkowysky–. Habíamos sido compañeros de habitación históricamente y yo sabía lo que él había sufrido la noche anterior al partido por su fractura. Sufrí por él y esa medalla de oro era la recompensa para todos.
Hasta ese agosto de 2004, Argentina llevaba cincuenta y dos años sin colgarse una medalla de oro olímpica en cualquier disciplina. Más temprano la consiguió el fútbol, de la mano de Marcelo Bielsa, con gol de Carlos Tevez en la final contra Paraguay. Ahora suma la segunda, ya pasada la medianoche: el oro del básquetbol, con Rubén como entrenador, un equipo maravilloso y Ginóbili como as de espadas.
Gutiérrez sostiene sobre sus hombros a Wolkowyski. Están cumpliendo con el ritual de cortar las redes. Scola se queda con la otra. Tiene la sonrisa de un niño apenas llega a un parque de diversiones. Sconochini busca algo en su bolso. Saca una bandera argentina y una caja de habanos cubanos. Los reparte entre sus compañeros y el cuerpo técnico.
Hay otro tramo narrativo que inicia el capítulo titulado “Solos en la madrugada” y plasma la emoción de ese instante eterno: ese momento que ahora, a veinte años, se sigue celebrando, porque hace galopar el corazón y eriza la piel. Emoción infinita.
–Fue lo mejor que me pasó en la vida. Quiso el destino, el azar, que se acabara ese mismo día. Y en una noche de alcohol, me hice un tatuaje de tus pupilas –dice la letra de «Los Auténticos Decadentes».
Es muy probable que el DJ de Olympic Indoor Hall no sepa qué dice la letra, pero esté enganchado en ese ritmo pegadizo que algún argentino le sugirió en esos días. Lo cierto es que está trazando en el aire una banda de sonido casi perfecta.
Son las doce y media de la noche en Atenas, y ese puñado de argentinos empapados en oro sabe que sí: es lo mejor que les pasó en la vida. Quisieran grabarse en las pupilas –y en el cuerpo, en el pecho, en la cabeza– ese torrente de sensaciones placenteras, infinitas y expansivas.
Magnano tiene los ojos vidriosos por la emoción. Le tiemblan los labios. Sconochini reparte habanos. Rubén toma uno y simula fumar delante de una cámara.
En el centro de la cancha hay una ronda descontrolada. Ginóbili y Nocioni están con el torso desnudo. A unos metros de ellos, Montecchia no sabe si reír o llorar. Se permite –o le salen– las dos cosas al mismo tiempo. Está en cuclillas y se tapa la cara con las dos manos. No lo puede creer.
Magnano le da un abrazo a Manu. El cordobés le palmea la espalda desnuda y el bahiense le acaricia la cabeza. El entrenador da un paso y se encuentra con Scola. Lo toma del pelo y lo apretuja contra su cuerpo.

El momento de subirse al podio y ver la bandera más alta que cualquier otra es irrepetible. Hay que repasar fotos y videos. Parece mentira. Aún hoy.
Alguien de la organización les avisa que se preparen. Que es hora de volver a la cancha. Que en minutos se subirán al podio. Que les entregarán las medallas doradas: el símbolo del ingreso a la eternidad basquetbolera.
En el pasillo, antes de salir de nuevo a la cancha para recibir las medallas, se arma el pogo. El ritual incombustible. Cantan. A los gritos:
–Ésta es la banda de la Argentina, que está bailando de la cabeza. Se mueve para acá, se mueve para allá. Ésta es la banda más loca que hay.
Cruzan el puesto de seguridad. Van ordenados por números. Del cuatro al quince. Primero Pepe, después Manu, luego Montecchia y más atrás Oberto, que tiene unas bermudas largas de jean y está enyesado en la mano derecha.
Magnano ya está cambiado. Tuvo que quitarse la camisa, empapada, y se puso una chomba blanca y azul del Comité Olímpico Argentino. Tolcachier, Duró y Cassettai siguen con sus camisas celestes.
Rubén tiene la misma «pilcha» que Nocioni, Sconochini, Gutiérrez y Fernández. Si bien deberían estar uniformados, los demás jugadores lucen otro modelo, con mangas azules y celestes y la inscripción «Argentina» en la espalda. Wolkowyski es el único con look propio: una musculosa blanca con vivos celestes, sobre la cual escribió, con un fibrón, un mensaje para su familia: «Mariana, Tomy, Flopy, los quiero».
Los doce atletas se paran delante del podio. Otra vez, del cuatro al quince. Sánchez, en un extremo. Wolkwoyski, en el otro. El camarógrafo oficial, sentado en el suelo, es la única persona que altera la pulcritud del campo de juego. El resto de sus colegas y los fotógrafos están fuera del perímetro.
Los pibes dorados suben al podio con las manos entrelazadas en alto, reflejando esa hermandad de camiseta, esa unión indestructible. Les ponen las coronas de laureles y les colocan las medallas. Más de uno queda hipnotizado mirando ese oro: el peso, los detalles, el brillo.
Wolkowyski se esfuerza por mostrar en cámara la dedicatoria a su familia. Manu se pega con un puño en el corazón y le tira un beso a la cámara con dos dedos sobre los labios. Oberto se levanta su chomba: tiene una remera escrita a mano: «Gaby, siempre con nosotros». Está dedicada a Gabriel Riofrío, fallecido en 2001 a los veintitrés años. Fabri usó una igual en el podio de Indianápolis 2002.
Magnano y el cuerpo técnico están en la platea. Cerquita de la cancha. Rubén contempla. Se le humedecen los ojos. Un escalofrío le recorre el cuerpo.
–Yo estuve al lado de Rubén. En ese rato lo saludó y felicitó medio planeta. Fue impresionante –recordará Fernando Duró.
En un momento, Magnano observa las tres banderas de los medallistas preparadas para subir hacia lo alto del estadio. La argentina está más alta que las otras: las de Italia, el subcampeón, y Estados Unidos, el tercero. Es momento del Himno Nacional.
–Y los libres del mundo responden, al gran pueblo argentino, ¡salud! Sean eternos los laureles, que supimos conseguir –cantan emocionados.
Sconochini se ríe. Ginóbili y Montecchia entornan los párpados.
Oberto siente que le pasa la película de toda su vida por la cabeza.
–Coronados de gloria vivamos. ¡O juremos con gloria morir! ¡O juremos con gloria morir! –completan a los gritos, y alguien silba y pega un chiflido.
Levantan los brazos, con los arreglos florales en sus manos, y reciben una ovación. Nada de lo vivido hasta ese segundo puede compararse. Nada.

“Lo que me emocionó muchísimo fue el momento en que se izaron las banderas de los tres equipos que consiguieron medallas. Estaba en la platea, como un espectador más, porque el podio es sólo para los atletas, y contemplaba cómo subía esa tela celeste y blanca por encima de la bandera tricolor de Italia y la de barras y estrellas de Estados Unidos. Esa imagen me quedó grabada para siempre”.
“Aunque no estaba en el campo de juego, y era más bien un plateísta, recuerdo decirme a mí mismo: «Pensar que yo soy parte de esto». Lo digo hoy y me vuelvo a emocionar. Soy de hablar mucho de la capacidad de disfrute. Tuvimos una capacidad plena de disfrute. Son sensaciones únicas y las tengo incorporadas en todo mi cuerpo”.
“Mientras la bandera llegaba a lo alto y sonaba el Himno se me caían las lágrimas. Ahora, muchos años después, siento que el «cuero» se fue aflojando y lloro incluso con más facilidad cuando pienso en ese instante. El reconocimiento de la gente me va ablandando y me permite darme cuenta de lo que se logró, aunque mi actitud sea la de no querer sentarme sobre los logros a mirar el pasado”.
(Rubén Magnano)

–Siento que lo del 2 de noviembre será muy especial. Una devolución de gratitud y reconocimiento. Seguramente, en cada café o comida previa o posterior disfrutaremos de recuerdos, anécdotas y vivencias históricas –dice Magnano para Negras y Blanca sobre el homenaje del próximo sábado en el Parque Roca.
–Que se hayan vendido 15 mil entradas en pocos días, a veinte años del oro olímpico, reafirma lo que despertó ese equipo en la gente. Lo que hizo esa Selección fue muy contagioso –agrega el entrenador cordobés.
Alejandro Montecchia, el hombre clave para quebrar la final contra Italia, también está ansioso por el evento del sábado. En diálogo con Negras y Blancas, «el Puma» detalla que a comienzo de 2024 empezaron a planear algo conjunto por los veinte años del oro: en principio surgió la idea de un viaje compartido, pero les propusieron este homenaje en el que debieron calzar, como un puzzle, alguna fecha en la que todos pudieran estar presentes. Y lo lograron.
–Tengo muchas ganas de ver a mis compañeros, de charlar, de ponernos al día con algunos con los que no nos vimos por años. Estamos en contacto por WhatsApp, pero no es lo mismo. Saldrán millones de anécdotas y nos vamos a reír mucho. Estoy con ganas de que llegue el día –dice el bahiense.
–Después de Atenas 2004 me retiré de la Selección. En los años siguientes, los estadios estaban siempre llenos y los chicos parecían los Rolling Stones. Ahora me tocará vivir lo que ellos vivieron durante varios años. En cada agosto empieza a picar el bichito del aniversario del oro olímpico, pero esta vez fue impresionante la cantidad de mensajes y notas periodísticas por los veinte años –agrega.
Entre Magnano y Montecchia hay una historia especial. Una de esas que no pueden faltar en un documental. Mucho menos, en la biografía oficial del entrenador. Aparece en un capítulo narrativo y, por supuesto, en uno de los tramos autobiográficos.
Antes de los Juegos Olímpicos de Londres 2012, al ver una entrevista con Magnano en ESPN, Alejandro Montecchia advirtió que el entrenador no tenía una medalla de oro, reservada sólo a los atletas. El Puma se sintió tocado. Le pareció una injusticia. Se le ocurrió, entonces, una idea conmovedora. Y buscó quién pudiera plasmarla.
Al momento de armar el bolso, el Puma ubica cuidadosamente esa cajita aterciopelada. Es diciembre de 2012 y el campeón olímpico tenía agendada esta fecha desde que conoció el fixture. Trabaja como asistente del entrenador Sebastián «Sepo» Ginóbili en Bahía Basket y el domingo 9 les toca cruzarse con Atenas. Afortunadamente, la agenda de Magnano con el seleccionado brasileño le permite estar en casa. Sí, en Córdoba.
Hace un calor de locos. Algunos integrantes de la delegación bahiense se bañan en la pileta del Hotel del Automóvil Club Argentino. Montecchia espera visitas. De pronto, Rubén empuja una de las puertas de vidrio y llega a la recepción. El aire acondicionado funciona a pleno. Se encuentran y se sientan en el bar. Piden café y se ponen a charlar.
De pronto, el Puma saca un estuche y lo pone sobre la mesa. Lo mira y lo toma con delicadeza. Lo abre: en su interior hay una réplica de la medalla dorada. Magnano no puede ocultar su emoción.
–Le conté que había visto esa entrevista y que no concebía que él no tuviera su medalla –describirá Montecchia–. Sin él, tal vez no se hubiese conseguido la dorada: sin su liderazgo, su manera de trabajar y su modo de ser como persona fuera de la cancha. Fue muy fuerte verlo emocionarse de esa manera. Casi «moqueó». Fue un momento espectacular. Me pegó fuerte.
–Rubén unió todas las piezas a la perfección y consiguió que a ninguno le saltara el ego o el individualismo –completará el base bahiense–. Él machacaba diariamente y todo lo que logramos fue con trabajo y esfuerzo. Aunque la Selección tenía figuras estelares, nos trató a todos por igual e hizo que cada uno asumiera un rol. Se merecía la medalla.
“Como mencioné, los entrenadores no subimos al podio ni recibimos medallas. Los protagonistas son los atletas. Sin embargo, con los años recibí una de esas gratificaciones inmensas que te da la vida”.
“Ocurrió en 2012, cuando Alejandro Montecchia me invitó a tomar un café en una visita a Córdoba. Mientras conversábamos, sacó un estuche cuadrado: adentro había una réplica de la medalla dorada. Fue un momento sublime. No encuentro otra palabra para describirlo: sublime”.
“Además, se dio de un modo que está muy relacionado con mi forma de ser y con la manera de proceder de Alejandro. Fue sin cámaras, flashes ni periodistas. No necesitamos de un escenario u otra cosa pomposa”.
“Ése es un momento que quedó guardado en mi mente, mis retinas y, sobre todo, en lo más profundo de mi corazón”.
“A ese oro yo lo sentía como propio, aunque no tuviera una medalla conmigo, pero que un integrante de la Generación Dorada haya entendido que su entrenador merecía esa presea dorada es algo grandioso”.
“Afortunadamente, hoy tengo esa réplica. Ese gesto de Alejandro supera, para mí, la alegría de un título o un campeonato. Está entre mis principales conquistas. Sí, vale oro”.
(Rubén Magnano)

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