Julio Velasco: biografía inconclusa del argentino que ganó el oro olímpico

El argentino Julio Velasco consiguió como entrenador de la Selección italiana femenina el oro olímpico que se le había negado en Atlanta ’96. El periodista Gabriel Rosenbaun traza aquí un retrato íntimo de un hombre inclasificable, genial y complejo al que sus amigos imaginaron con proyección para ser primer ministro italiano. Adelanto de un libro que todavía no es.
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Julio Velasco está parado a unos tres metros de la línea de fondo. Delante de él, desde la cámara de la transmisión oficial de París 2024 se observan los anillos olímpicos blancos, ploteados sobre el suelo color violeta. El contraataque estadounidense es ancho. A los 72 años, el Rey Midas –el apodo con el que se lo conocía en Italia entre 1989 y 1996- acaba de convertir en oro ese karma olímpico. Vestido con pilcha negra y cuello tricolor de la bandera italiana, sale corriendo con los brazos abiertos. Lleva los puños apretados y va gritando con la boca bien abierta. La capitana, Anna Danesi, corre detrás de él y le apoya una mano sobre la espalda.

Cuando está por pisar el rectángulo de juego gira hacia la izquierda y corrige su carrera. Hace contacto visual con Lorenzo Bernardi, que se agacha, esperando el encuentro. Velasco salta y se trepa sobre ese flaco enrulado, que lo aprieta fuerte, pecho contra pecho. El argentino queda colgado, como si fuese un niño sostenido por su madre. Apenas unos metros más adelante, sus jugadoras se revuelcan por el suelo abrazándose. Son esos instantes eternos en que se rompe la historia deportiva. Velasco y Bernardi, colgados del éxtasis, son rodeados por el resto del cuerpo técnico. Terminan todos en una ronda, con el entrenador argentino en el centro de ese huracán.

Del otro lado de la cancha espera estrecharle la mano su colega Karch Kiraly, cuádruple medallista dorado –como jugador de vóley bajo techo en 1984 y 1988, como voleibolista de playa en 1996 y como entrenador del equipo femenino en 2021-, el entrenador de Estados Unidos, que no encontró la fórmula para que las defensoras del título no quedaran empequeñecidas frente a la Azzurra en la finalísima de París 2024.

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En esos segundos se puede observar al Velasco más auténtico. Es un hombre canoso de 72 años que siente una euforia desconocida. En esa carrera alocada y en ese abrazo, él es el vértigo de su carrera. Pura acción. Sin filosofía. Sin reflexiones. Sin necesidad de explicarlo todo con inteligencia refinada y seducción en la palabra.

En los párrafos previos hay apenas cuatro nombres. Danesi, claro, será para siempre la capitana del oro italiano: esa medalla dorada que los equipos masculinos de la Nazionale jamás consiguieron. Los otros tres, Velasco, Bernardi y Kiraly, permiten resumir buena parte de la historia del vóley mundial.


Parece imposible disociar al entrenador del hombre que cautiva con sus ideas. A ese Julio Velasco que se narró tantas veces a sí mismo y fue, en Italia y en su época de esplendor, más popular que los entrenadores de fútbol de selección o de clubes del Calcio. El mismo que llenó un aula magna de una universidad para dar una conferencia que lo llevó al estrellato. Aquel a quien recurrió Pep Guardiola para recibir algunos de los consejos más sabios que recibió.

Ese personaje inclasificable que, para algunos de sus amigos más cercanos, podría haber sido inclusive primer ministro italiano. Tan conquistador que Silvio Berlusconi lo imaginó como entrenador de su galáctico equipo de fútbol, el Milan, aun cuando todos supiesen que Velasco no era, por cierto, entrenador de fútbol.

Son pocas las ocasiones en las cuales Velasco se despoja de esa pátina de encantador de serpientes, de hechicero de la palabra. Corridas como ésta, tan reciente, mientras completaba por fin su ascenso al Olimpo. O como aquella de 2018, en el Mundial, cuando dirigía la Selección Argentina. La que se viralizó. La que se hizo meme. O sticker.

Alguna vez escribí esto:

Hastiado por las protestas teatrales de su colega belga Vital Heynen, quien dirige al campeón mundial Polonia, y en su último triunfo en la Selección Argentina, el entrenador platense hace un círculo dentro de la cancha dando saltos, se lleva la palma izquierda a su antebrazo opuesto y sube una y otra vez su puño derecho, con su brazo hecho un gancho ascendente. El corte de manga es un gesto universal de desprecio. Una descarga que no necesita traducciones.

En la madrugada búlgara, Julio se olvida del personaje Velasco y cabalga, a los saltos y revoleando los brazos, como si fuera aquel adolescente de catorce años que se enamoró del vóley bajo el sol ardiente del Campo de Deportes de Universitario de La Plata.

El corte de manga y el desenfreno lo humanizan, lo bajan del pedestal: le quitan el aura divina. No es un gesto disruptivo, sino una reacción imprevisible que le hace ganar consenso. Es un tipo al que le hierve la sangre y se le sale la cadena como a cualquiera.


Deseo contar la historia del vóley resumida en aquellas líneas iniciales de este texto. Pero también quiero contar la historia de estos párrafos que acaban de leer. Son parte de una biografía de Julio Velasco que habíamos proyectado con Ernesto Rodríguez III, un tipo ocurrente, inteligentísimo, íntegro, creativo, afectuoso, de ánimo templado y respuestas quirúrgicas pero divertidas. Y un amigo inigualable.

Poco después de las primeras entrevistas con Julio Velasco, ese amigo inigualable falleció por un ACV. “Ernesto era la inteligencia en movimiento. Te hablaba de periodismo, de la vida, de la muerte (la puta muerte que nos lo arrebató), del amor y las traiciones. No podías aburrirte con él. Tenía, siempre, las palabras justas, la manera correcta de decirte que todo iba a estar bien”, escribí en Twitter el día de su muerte. “Ernesto era un periodista brillante y al mismo tiempo irreverente y ejemplar. Hacía lo que debía hacer. Lo que mandaba su conciencia. No iba por el lado de las conveniencias. Aunque costara caro. Lo sabía. Y jugaba el juego: en su web o sus redes, con esa sonrisa tan inolvidable”, decía aquel hilo que aún hoy repaso y me emociona.

Le prometí a Agustina, su compañera de vida, que iba a seguir con ese libro. Por Ernesto. Y hubo un día en que el libro estuvo casi listo. A varios de los capítulos los habían leído con especial atención cuatro personas muy, muy cercanas al biografiado –me guardaré sus nombres, para no exponerlos- y estaban fascinadas.

Velasco se había retirado de la conducción técnica y pidió leer algunos fragmentos. Podría no habérselos compartido. Pero sentí el respaldo de las muy buenas críticas de esas personas tan cercanas a él. No entraré en detalles, pero ahí conocí a otro Julio. Mucho menos seductor, menos abierto al diálogo. Perseguido, quizás, con algunas cuestiones del pasado que aún hoy me parecen menores. Minúsculas para su grandeza. Diminutas para todo lo que hizo.

El libro aún no se publicó. Quizás tenga una nueva oportunidad. No lo sé.


Velasco siempre me pareció un personaje fascinante. En el vóley había ganado todo menos el oro olímpico. Era, es y será mucho más que un entrenador de vóley. Aquellas páginas del libro nunca publicado lo retrataban:

En Bologna, antes de medianoche, en la señal de la RAI 3 hay un argentino inclasificable graduándose en una cátedra inexacta. Acaso alguien se atreva a nominarla: Filosofía contemporánea del deporte.

Esa falta de etiquetas para un hombre ecléctico y multifacético es, también, una falta de límites: parece que ese argentino todo lo puede. Los medios de comunicación extraen petróleo de un personaje infrecuente, llegado desde un deporte ubicado fuera del radar del gran público.

–Muchas veces se cree que vencer es ganarle al adversario. Vencer es superar los propios límites. Ésa es la primera victoria que uno debe conseguir. Vencer la dificultad es otra victoria que se da en la vida y en el deporte; después está la victoria contra los oponentes. Lamentablemente, vivimos en una sociedad en la que se pretende asimilar toda la vida como si fuese un campeonato. Pero la vida no es un campeonato –dice, de manera contracultural para la época, recostado sobre su espíritu aún rebelde.

Velasco lleva justo diez años codeándose con la crema y nata del vóley italiano –más recientemente, con la crema y nata del deporte, los medios de comunicación, la política, las empresas- y maneja la escena. Tiene cuarenta y tres años, posee una personalidad cautivante y sólo le resta conocer el sabor del oro olímpico, un plato que jamás podrá probar.

Es reciente bicampeón del mundo –algunos comparan esa doble corona con las consagraciones consecutivas de la selección italiana de fútbol que ganó los Mundiales de 1934 y 1938- y prepara una jugada maestra: renovar todo para esa temporada 1995. Cambiar cuando el éxito pide que nada cambie. Cambiar cuando se ganó todo: mover la estantería cuando podría aferrarse a sus fórmulas, si es que esas fórmulas existiesen.

Esa audacia –que en los cánones de Velasco no es más que instinto de supervivencia deportiva- seducirá muchos años después a Pep Guardiola: el entrenador de fútbol más famoso del Siglo 21 lo tomará como uno de sus gurúes y amplificará su legado hasta el infinito.

(…)

Su discurso transita el clímax. Las cámaras lo enfocan parado delante de ese pequeño mueble de madera en el que sobresale el isologo del programa. En algunas de esas tomas hay músicos con trajes color crema. Detrás de ellos, al fondo, aparece un pizarrón negro del aula magna del departamento de Física.

Como si se remontara a la época en que jugaba como armador de Universitario de La Plata, River Plate o GEBA, y empujara la pelota en una trayectoria perfecta hacia su mejor atacante, Velasco prepara la última frase de su discurso:

–Entre las malas personas también hay ganadores, desafortunadamente. Y desafortunadamente hay buenas personas entre los perdedores –completa.

Atraviesa la pantalla y sacude el deporte, la política, la cultura y la sociedad italianas. Cuando estrecha la mano derecha de Piero Chiambretti, el cómico que conduce el programa, va transformándose en mito. Es un apretón de manos sincero, fuerte, sostenido. Con la palma izquierda saluda al público.

Mientras se aleja del escenario deja de ser simplemente Julio Velasco.

Confluyen, en esa noche de Bologna, el hombre seductor que cambió la cabeza del vóley italiano para llevar a la Azzurra a la cúspide del vóley mundial, el experto orador que presidió el Centro de Estudiantes de Filosofía en la Universidad Nacional de La Plata como militante del Partido Comunista Revolucionario, el polemista rebelde, el bohemio de largas noches en las pizzerías y bodegones porteños y ese Rey Midas moderno que lleva a La Gazzetta dello Sport a preguntarse si es hechicero, profeta o mesías.

Desde ese instante –en ese tiempo dentro de los tiempos-, la popularidad propia y la necesidad ajena de tenerlo cerca se cruzarán y escalarán hasta hacerse casi ingobernables. Al hombre que de pibe soñaba con ser el número diez de Estudiantes de La Plata y que de joven estudió Filosofía para conocer nuevos mundos –uno solo, decía él, no le alcanzaba-, esa noche de enero de 1995 le crece un personaje con el que deberá aprender a convivir.


Dentro de la fascinación que me generaba su personaje, siempre me impactó cómo Velasco construía su relato. Todos somos, en cierta manera, nuestras propias narraciones. Como periodista, de todos modos, me incomodaban algunas cosas que no terminé por comprender completamente hasta no avanzar con el libro. En sus entrevistas leía verdades sin chequeo, sin oposición, sin algunas cuestiones esenciales del periodismo.

Hay, por supuesto, detalles minúsculos, ya lo dije. Zonceras. A través de sus palabras, siempre se compararon sus cuatro títulos consecutivos con Módena en la Liga Italiana –una hazaña brutal: como ganar cuatro anillos al hilo de la NBA con los Lakers o los Celtics- con las cuatro coronaciones que había tenido en Ferro. Lo cierto es que en Caballito no ganó cuatro Metropolitanos ni cuatro Argentinos de Clubes. Cuando entramos en cortocircuito me discutió la veracidad de los archivos oficiales y de lo publicado en los diarios.

Otros datos de su pasado, relacionado con su exilio interno en 1975, luego de haber sido un activo dirigente del Partido Comunista Revolucionario (PCR) de La Plata, tampoco encastran del todo. Supuestamente estuvo años sin volver a la Ciudad de las Diagonales, una de las más azotadas por la represión clandestina. En mi investigación tuve acceso a las actas de la Universidad Nacional de La Plata: fue la menos a rendir dos veces en diciembre de 1975 y otras dos veces en marzo de 1977. Del mismo modo, su certificado analítico indica que para recibirse en el Profesorado de Filosofía le faltaban unas cuantas materias más que las que solía contar en entrevistas.

Su hermano menor, Luis, fue “chupado” por una patota de doce personas en la medianoche del jueves 7 de julio de 1977. Estuvo detenido-desaparecido, bajo torturas físicas y psíquicas, durante casi un mes. Fue uno de los pocos que pudo vivir para contarla. Lo liberaron el lunes 8 de agosto de ese año. Terminó exiliándose, primero en Perú y luego en España. Su testimonio fue clave para que la Justicia condenara a reclusión perpetua al excapellán Christian Von Wernich, el primer sacerdote de la Iglesia Católica condenado en Argentina como cómplice del aparato represivo.

“Nunca supimos si lo buscaban a él o a mí”, dijo Velasco, en referencia al secuestro de Luis, en una extensa entrevista en El Gráfico.

Luis, una persona adorable, a quien conocí para el libro –tristemente, falleció durante la pandemia, debido a sus múltiples problemas de salud- se enojó al saber sobre esas supuestas incertidumbres. Para Luis no había dudas: lo buscaban a él, y no a Julio. Lo supo desde el principio: una persona del PCR, con quien compartió su cautiverio, había delatado a varios de sus compañeros cuando no aguantó las sesiones de “picana”.

Insisto: todos esos son detalles que parecen insignificantes en relación con el tamaño del personaje Velasco, de la grandeza deportiva de su figura, de la contundencia de sus conocimientos en cualquier ámbito.

Nunca comprendí la necesidad –y cierta terquedad- para seguir aferrado a unos dichos del pasado que no se condecían con la realidad.

Por todo eso me interesa muchísimo el Velasco que actúa, el Velasco que hace, independientemente del barniz filosófico y de sus declaraciones siempre atractivas.

A ese Velasco que tanto me atraía lo describieron algunos de los máximos exponentes de la selección italiana que condujo el argentino y fue elegida como el mejor equipo masculino del siglo 20.

Estas frases eran parte de la biografía:

–Julio sumó la scoutización, incorporó la táctica de jugar sólo con dos receptores, introdujo novedades en el bloqueo y también en la preparación física. Fue un gran innovador. Es curioso que haya pasado a la historia como un gran motivador, con lo cual los cambios que impuso parecen no tenerse en cuenta. Dijo que quería ver a sus jugadores con «ojos de tigre» y un par de frases que a la gente le gustaron, pero los cambios voleibolísticos y el trabajo duro fueron lo que Julio verdaderamente hizo –dirá Andrea Gardini.

–Él no cree en la perfección. A mí también me atraen las historias conflictuadas, imperfectas. Paradójicamente, nuestras imperfecciones mostraron la fragilidad humana de una Nazionale que por momentos era demoledoramente ganadora. El oro perdido en Barcelona y Atlanta fue un amplificador extraordinario de un afecto que aún hoy recibimos de la gente –dirá Andrea Zorzi.

–En el deporte podés ganar muchísimo pero no podés ganar siempre, por más bueno que seas, por más sacrificios que hagas. Si asumiste ese camino sin excusas, sin presunciones y diste todo, no en palabras sino en los hechos, finalmente descubrís que muchas veces ganaste y otras perdiste. Como Julio, también creo que ganar y perder no son términos que se explican fácilmente. Si te vencieron y no podías dar más de lo que diste, también ganaste. Ganaste una batalla contra vos mismo, contra tus límites –completará Gardini.


Al comienzo de este artículo dije que había tres nombres que resumían la historia del vóley. Velasco, por supuesto, es uno. Lorenzo Bernardi, su asistente actual, y Karch Kiraly, el entrenador estadounidense al que se enfrentaron en la final de París 2024, compartieron galardón cuando la Federación Internacional (FIVB) debió elegir al mejor jugador masculino del siglo 20. Cabeza a cabeza. Dos colosos.

A Bernardi, Velasco literalmente le cambió la vida. Estaba contado en el libro:

La revolución, no obstante, es la que se inicia en una decisión que puede parecer menor y cambiará la configuración del vóley mundial: Lorenzo Bernardi, de dieciocho años, físico privilegiado y características técnicas notables, jugará como atacante de punta, olvidándose de su puesto de armador con el que creció como juvenil.

–El punto de vista de Julio me cambió la carrera de manera determinante. Es contrafáctico, pero como armador no creo que hubiese tenido los logros que tuve como atacante. Él hizo que yo tomara consciencia de todo mi potencial –dirá en 2020 Bernardi.

–Julio nos hizo salirnos de los estereotipos del pasado. Fue un precursor, un innovador. Su gran influencia fue descubrir el enorme potencial que había en mi interior. Julio logró verlo incluso antes que yo. Primero fue sobre cierta mentalidad, cierta energía, para que exprimiese al ciento por ciento mis capacidades –añadirá «Lollo».

Para Bernardi, la gran habilidad de Velasco fue no obligarlo a aceptar ese rol de receptor y atacante de punta. No imponérselo.

–Él supo ponerme un desafío que probablemente sabía que yo aceptaría. Supo utilizar un modo para que fuese yo quien tomara la decisión. Él tenía experiencia y yo era apenas un jovencito. Julio sabía qué botones tocar para hacer que todo el fuego que tenía dentro de mí saliera a relucir y me sintiera cómodo aceptando ese desafío –explicará una de las leyendas del vóley mundial.


A Kiraly pudo haberlo dirigido en uno de los tantos momentos casi inverosímiles de su vida: cuando uno de los mayores empresarios de Italia y Europa le ofreció un cheque en blanco para que, además de la selección italiana, fuese el técnico el club Ravenna.


Un día antes de que Velasco corriera alocado en París 2024, Andrea Giani, uno de los estandartes de la Generación de Fenómenos que condujo el entrenador argentino, también había subido al Olimpo. Como técnico del seleccionado masculino de Francia, “Giangio” se adueñó del oro que no había podido conseguir como jugador.

Giani, de hecho, había intentado corregir la última pelota de la finalísima de Atlanta 1996 contra Holanda. La que parecía que había cerrado para siempre la posibilidad de Velasco de llegar al oro.

El libro aún sin publicarse tenía estos párrafos:

La parábola es alta y la pelota comienza a bajar en una zona incomodísima. Giani, sin ángulo, ya hizo su carrera y está en el aire: intenta un milagro geométrico y la pelota roza la varilla antes de pasar a campo contrario. Los holandeses agitan sus manos. El árbitro principal les da la razón. El oro tiene dueño.

Es el dolor más extremo experimentado por la Generación de Fenómenos. La angustia del rey sin corona, sin la validación del oro eterno. En Barcelona fue un roce en los brazos de Cantagalli en el ataque de Van der Meulen; ahora, un mínimo toque en la varilla.

A veces, la gloria y la derrota están separadas por milímetros.

Quizás allí Velasco advierta que el Rey Midas no tendrá oro. Ni ahora ni nunca.


Si aquella biografía hubiese sido publicada cuando estaba previsto, la historia habría quedado incompleta.

Velasco, que se había retirado, ocupó un cargo como coordinador técnico de las selecciones masculinas formativas de la Federación Italiana, después volvió del retiro y decidió dirigir un club femenino por primera vez en su vida, aunque renunció poco después para poder asumir como entrenador de la selección femenina azzurra. En esas contradicciones, en los proyectos dejados a medias y en las polémicas con su club, no hubo poses filosóficas. Fue como cualquier mortal.

Pasados los 70 años, cuando podía estar disfrutando de una relajadísima jubilación, bajó del mármol y tomó el equipo que había sido sexto en la Liga de las Naciones (VNL) de 2023 y había fallado en el Preolímpico de ese año.

En apenas unos meses construyó un equipo de nivel superlativo. Primero se coronó en la VNL 2024 y, ya en los Juegos Olímpicos, apenas cedió un set en la fecha de apertura. Empequeñeció a sus rivales y fue impiadoso desde cuartos de final en adelante.

Antes de asumir, ya había hecho declaraciones comparando a Paola Egonu, la gran estrella, con Lionel Messi. La hija de nigerianos había renunciado a la selección por actos de racismo y, también, por diferencias con el anterior entrenador. El argentino la conquistó antes de empezar a entrenarla. La opuesta terminó como Jugadora Más Valiosa de París 2024: las fotos con Velasco luego de la coronación, con miradas cargadas de afecto recíproco, hacen que sobre las palabras. Otras cuatro compañeras -Alessia Orro, Myriam Sylla, Anna Danesi y Monica De Gennaro- terminaron en el equipo ideal de los Juegos.

Desde el 11 de agosto de 2024 Velasco es verdaderamente un Rey Midas. No pudo con la Generación de Fenómenos con la que lo intentó dos veces en siete temporadas. Lo logró en un puñado de meses con la selección femenina que jamás había subido a un podio olímpico. Fue pura acción. Transformación en movimiento. Como al momento de correr alocado hasta treparse sobre Lorenzo Bernardi.

Ahora sí: para publicarse, la biografía necesita un nuevo capítulo.

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Gabriel Rosenbaun

Es periodista desde hace 30 años. Se desempeñó casi dos décadas en La Voz del Interior, de Córdoba, y realizó trabajos para las federaciones internacionales de básquetbol (FIBA) y vóleibol (FIVB). Publicó coberturas de vóleibol en la web de ESPN y en medios nacionales. Es autor de la biografía oficial de Rubén Magnano.
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