“Hasta la memoria siempre”: la larga búsqueda de las películas de Jorge Cedrón

Lucía Cedrón, su hija –también cineasta, productora y guionista—, recorrió archivos, bibliotecas y antiguas productoras durante más de catorce años para dar con las latas de películas que su padre desparramó en el exilio por Italia, Francia, Cuba o Inglaterra para resguardarlas de la dictadura. Un camino por la memoria, la restauración y la preservación de los filmes que marcaron a distintas generaciones.
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Lucía Cedrón tiene los mismos ojos de su padre: una mirada que mantiene a raya de cualquier soliloquio. La lleva, además, con una lengua filosa, sin acentos que delaten que creció lejos de Buenos Aires, todo tamizado por unas trenzas largas que cuelgan de su pelo y su risa fácil. “Soy mucho más cinéfila que cineasta”, revela. Su estirpe no la aleja demasiado tampoco de estas costas: se crió en una familia de artistas.

Su padre, Jorge El Tigre Cedrón, fue director de cine. Su tío, Alberto Cedrón, era pintor y uno de los mayores exponentes de su generación. Además estaban los mellizos Osvaldo y Jorge, Roberto “Billy” y Rosita. Juan “Tata” Cedrón, es cantante y guitarrista con sesenta años de trabajo en la música con El Cuarteto Cedrón. Fue distinguido además como Ciudadano Ilustre de Buenos Aires y como Caballero de las Artes en Francia. Su primo, Pablo, el gran actor.

Después del 24 de marzo de 1976, en el exilio de sus padres, asediados por su militancia, Lucía Cedrón se afincó en París donde, con los años, creció y estudió tres carreras al hilo: Letras, Historia y Cine en la Universidad de La Sorbona. También trabajó en la investigación, el guion y la producción de documentales. Entre sus filmes se encuentran El azul del cielo –un documental en homenaje a Alberto Cedrón— y En ausencia (2002), un cortometraje que ganó el Oso de Plata en el Festival de Berlín y el Grand Prix del Festival Court 18 de París.

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En 2008 dirigió su primer largometraje, Cordero de Dios (2008), una película que bucea en el presente de una historia familiar marcada por la dictadura y fue su debut también en la ficción. Fue convocada para dirigir uno de los cinco cortometrajes de Mujeres en rojo; al año siguiente, realizó uno de los diez cortometrajes que componen el largometraje 18-J en homenaje a las víctimas del atentado a la AMIA, y también llevó adelante un cortometraje sobre las Islas Malvinas titulado Tao.

“Un día me la encontré a Lucía Puenzo, volviendo de La Habana, de presentar una de sus películas. En ese momento se cumplía un aniversario de La historia oficial, la película de Luis Puenzo, que estaba restaurando una copia de ese filme. Entonces me pareció una obviedad que ella estuviera involucrada en ese proceso y le pregunté cómo iba la restauración. Para mi asombro me contestó que ni había pisado el laboratorio y que lo estaba haciendo su padre. Me descolocó pero entendí: su padre estaba vivo y se podía ocupar solo de restaurar su propia obra. Ella seguía dirigiendo sus propias películas. En cambio yo volvía de buscar las latas de películas perdidas de mi padre pero que estaba muerto. Si yo no me ocupaba, ¿quién podría hacerlo? Por eso mismo también le (tuve que) dedicar –o elegí dedicarle tantos años de mi vida– y, en un punto, posponer algo de mi posible trabajo propio como cineasta”, resume sobre la búsqueda de los filmes de su padre, que murió asesinado en junio de 1980 en París, de manera violenta y misteriosa, en circunstancias que aún no se conocen.  

Jorge y Lucía Cedrón

—Tamara Smrling: Tu padre filmó al menos una decena de películas, entre largos y cortometrajes, ¿cómo surgió la idea de esconder estos filmes en distintos países?

— Lucía Cedrón: En la dictadura, cuando la cosa se empezó a poner muy dura, después del 24 de marzo de 1976, mi viejo gozaba de cierta notoriedad pública por las repercusiones de Operación masacre (filmada en 1972, en la clandestinidad, con guion del mismo Rodolfo Walsh). Él pensaba que eso lo iba a amparar y proteger de alguna manera. El creía que los militares no se la iban a “agarrar” con ciertas figuras públicas. Sin embargo, en un momento, Raymundo Gleyzer fue secuestrado y desaparecido. Eso fue muy movilizante para él.

—¿Qué estaba haciendo en ese momento?

—En ese tiempo estaba haciendo la adaptación al cine de Mascaró. El cazador americano, sobre el libro de Haroldo Conti. Un día llegó a trabajar en ese guion a la casa del escritor y vio, desde lejos, como entraban y se lo llevaban de manera muy cruenta junto a su compañera. Ahí empezó a pensar que si lo secuestraban a Conti y Glezyer también perfectamente le podía pasar a él. Mi mamá en esa época también trabajaba y militaba, de manera paralela, por eso consensuaron que esperara hasta mi cumpleaños, el 22 de agosto, amaneció y después se tomó un avión a Venezuela (donde estaba su hermano, Billy, actor de películas como El habilitado y de La vereda de enfrente, más varios amigos desparramados), rebotó hasta Italia donde vivía mi tío Alberto Cedrón, que era el mayor de sus hermanos. Unos pocos días después, en septiembre, llegamos nosotras.

—¿Y qué pasó entonces con sus películas?

—En esos días que empezó a preparar su viaje hacia el exilio se ocupó también de poner las latas de las películas en las valijas de sus amigos que también se iban. Fernando Birri se fue a Italia, Alfredo Guevara había pasado por Argentina y se volvía a Cuba, Frank Diamont se iba a Holanda, y así. Las películas son cuatro o cinco actos y cada lata pesa, más o menos, 85 kilos. Entonces cada uno de los amigos se llevó una sola lata y lo que hizo mi viejo para disimularlas, porque no podía mandar la película entera, fue ponerles nombres falsos. Lo cual está buenísimo porque eso las salvó de las garras de la dictadura pero en el apremio no hizo un inventario para encontrarlas después. Entonces eso mismo que las salvó de la destrucción es lo que las selló al silencio por tantos años.


Anatole Dauman, que era el productor histórico de Chris Marker, Jean-Luc Godard, Robert Bresson, Wim Wenders y Nagisa Oshima, entre otros, había visto Operación masacre y le había encantado. Le ofreció a Cedrón entonces irse a Francia para financiarle una película. Los tres se fueron de Roma a París, donde vivía otro sus hermanos, Juan “Tata” Cedrón. La experiencia les valió, además del cobijo durante años, formar parte de cuentos de Julio Cortázar como “Una noche con los Cedrón” en el libro Un tal Lucas. “Me crié entonces en Francia y estudié en la escuela y la universidad pública. Por eso también pude hacer tres carreras universitarias, justamente porque eran gratuitas, aunque trabajaba como traductora y me dediqué a la fotografía desde muy joven. Aunque nunca me planteé hacer cine (como buen complejo de Edipo) porque me ocupaba de alejarme lo más posible de la impronta paterna”, dice Lucía. En octubre de 2001 volvió a la Argentina por la muerte de su abuelo materno y para abrazar a su madre, que ya había retornado en 1996 a Buenos Aires.

—¿Cómo arrancaste con la búsqueda de las películas y cuál era el estado de conservación en el que se encontraban?

—En el medio del caos del 2001, mi abuelo había dejado una pequeña herencia y con ese dinero filmé mi primer corto, que había terminado de escribir en La Habana: En ausencia. Me fui quedando en Buenos Aires, que en esa época era un verdadero caos. Pero sí, en un momento, fui a la Plaza de los dos Congresos y vi a la policía montada corriendo a Las Madres de Plaza de Mayo. Ahí dije: “Me quedo”. Mi energía vital la quería poner acá, entonces volví a Francia, metí los libros en un barco y me vine. En ese momento, Fernando Martín Peña, que es un gran amigo, me dijo que había programado Operación masacre en el Cine Gamount, un martes a las dos de la tarde y si quería ir a acompañarlo. Le dije: “Dale, te cebo unos mates”, pensando que seguramente no iba a ir nadie.

—¿Cuál era la copia con la que contaba de Operación masacre? ¿Había sido preservada?  

—Tenía una copia de las que se habían usado en la clandestinidad para la campaña de Héctor Cámpora, en 1973, que se hizo básicamente con dos filmes: La hora de los hornos, de Fernando Pino Solanas, y Operación masacre, de Jorge Cedrón. Habían sido proyectadas en barriadas y centros (se calcula que las vieron un millón y medio de personas en la clandestinidad) y estaban como arañadas por una horda de gatos. Esa copia estaba muy denotada, en blanco y negro, en 16 milímetros. Algunas otras que encontramos incluso figuraban sin los créditos finales, para preservar el nombre de las personas (cuando empezó a operar la Triple A).

—¿Qué pasó esa tarde en el Gamount?

—Yo pensé que íbamos a estar Peña, el proyectorista y yo, en serio. Pero cuando llegué había tres cuadras de cola y la sala, que es para 900 personas, estaba repleta. No entendía nada, era el 2002. La realidad es que yo nunca había vivido acá, por más que hable castellano y el dulce de leche sea mi alimento preferido. Era una marciana caída en Buenos Aires. Estaba muy conmovida y movilizada. Me dieron muchas ganas de volver a la militancia, porque había tenido un recorrido en Francia. Peña, con su sapiencia eterna, me dijo: “Tu primer acto de militancia debería ser ocuparte de estas películas, porque nadie más que vos lo puede hacer”. No pude saber de su muerte, pensé, pero sí de su obra. Me apropié lo que me dijo Fernando y esa fue mi máxima por un tiempo sobre mi padre. Ahí empecé a buscar entre la información que teníamos, los laboratorios donde había montado películas se habían fundido dos o tres veces esos años y había que conseguir la autorización de la autorización y finalmente aparecían las copias de manera extraña.

—¿Dónde estaban la mayor parte de las copias?

—En muchos países y ciudades distintas. Una vez estaba en Londres y fui a la Biblioteca Pública, preciosa, donde guardaban también los materiales audiovisuales. El tipo nos estaba mostrando cómo funcionaban las fichas de búsquedas y para probar le dije que buscara “Cedrón”. Nos fijamos y, claro, no estaba. Cuando mi viejo hizo Resistir, que es una gran entrevista que le hace a Mario Firmenich en 1978 contando lo que estaba pasando en Argentina en ese momento, la firma “Julián Calinqui”. “Julián” era mi hermano mayor y “Calinqui” era yo, por una canción revolucionaria italiana con la que me habían apodado a los dos años. Entonces no sé cómo se me ocurrió mencionar ese apodo y en ese archivo estaba esa película con esos nombres inventados. Era una copia sana, en perfecto estado de conservación. También Peña había estado rescatando todo el material que se había encontrado en Alex y con todo un equipo en la ENERC se dedicaban a la restauración de esos archivos en un sótano. El encontró una lata, después dos, después el resto y de manera parsimoniosa, con infinita paciencia, las reunió y cuando tuvo la película completa me llamó: ‘Veníte que te quiero mostrar algo’ y me sentó en la moviola para mostrarme, por primera vez, Por los senderos del Libertador, que es una película dedicada a San Martín que mi viejo hizo durante el gobierno de Lanusse, por un encargo de los militares, cuando mi abuelo era intendente de la Ciudad de Buenos Aires (Saturnino Montero Ruiz) y mi viejo militaba en Montoneros. También encontramos algunas latas en Cuba, porque había estado allá y las había resguardado en el archivo del ICAIC (el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) y en un montón de sitios más.

—Las películas ahora están restauradas y conforman una obra completa de Jorge Cedrón, ¿tuviste colaboración para todo ese proceso y pueden proyectarse de manera libre? 

—Sí, un día, en una entrega de premios por Cordero de Dios, la titular del INCAA, Liliana Mazure, me dijo que teníamos que “hacer algo con el Tigre”. Me citó una frase de mi viejo, incluso, que tenía como brújula: “Esa esperanza que crece, y crece, y no me deja descansar”. Para ella, como para muchos de esa generación, esas películas eran referentes, míticas. Entonces ahí nos reunimos e inventamos un ciclo que bauticé “Hasta la memoria siempre”, porque me parece que es un cruce entre estas dos generaciones: la de mi viejo y la mía. Lo tenía de referente al Che (“Hasta la victoria siempre”) y yo en el trabajo de Memoria, Verdad y Justicia que siguió a la dictadura. Se hizo además una licitación, con un par de laboratorios, para restaurar fotograma por fotograma todas las películas. El Instituto de Cine reeditó también un libro que escribió Peña para un BAFICI y que se había agotado. Tiene imágenes y textos muy hermosos. Lo presentamos un 7 de septiembre, vino el “Tata” Cedrón a tocar en el Gamount, había de nuevo cinco cuadras de cola y eso que diluviaba. Me llevó catorce años de trabajo en total. Todo esto tiene Copyleft y no está a la venta, es para donación y sin fines comerciales. Nunca quise cobrar ni lucrar sobre eso y había cedido los derechos para que estén en el sitio del INCAA y lo quitaron. Por eso todo el o la que quiera solicitar los materiales para su difusión, sea una institución pública, las universidades, los festivales o bibliotecas del país, me contacta. Solo me queda pendiente poder levantarlo en la web, en alta definición, para que todo el mundo pueda acceder. Soy un poco “dinosaurio” con la tecnología, por lo que si un alma bondadosa se apunta tal vez le hacemos bien a un capital cultural de la humanidad.

—¿Estás trabajando en un proyecto de largometraje en este momento?

—Sí, tengo un proyecto de largometraje que se llama Yungas, que es muy costoso, osado, ambicioso, grande y que algún día voy a hacer. Pero en el medio que trabajábamos en esa película nació Violeta (su tercera hija) y no fue la niña que esperábamos: era diferente. Al poco tiempo empezamos a sentir que había presagios de tormenta y una noche salimos a la guardia porque notamos algo raro y resultó que tenía una malformación en el sistema digestivo y había que operarla de urgencia para que sobreviva porque no podía comer. Además, ese día que llegamos al hospital, nos pidieron un estudio genético porque tenía una alta chance de tener Síndrome de Down. Eso fue impresionante, como que siempre pensás que esto le pasa a los demás, pero que nunca te va a tocar a vos que tu hija sea una persona con discapacidad. No sabes dónde ubicarte en la cancha. Por eso, ese día que nos dieron el alta, el coordinadora de la terapia intensiva me decía: “¿Vos no vas a hacer una película con esto ahora, no?”. Me quedé pensando y le dije: “Sí, lo mejor que me puede pasar es hacer una película para no volverme loca”.

—¿Y la vas a hacer?

Pasaron los años y durante la pandemia empecé a escribir, busqué productores, encontré a Edgard Tenenbaum y Pilar Peredo (productores de Diarios de motocicleta de Walter Salles, entre otros filmes, que tienen la particularidad de ser franco-argentinos como yo) y ahora estoy terminando el guión de este nuevo largometraje que se llama Mi vida con Violeta. Está escrito en francés, tiene como protagonistas a dos actrices francesas y narra la historia de una mujer que tuvo una hija que no se imaginaba que iba a tener. La idea es mostrar cómo esa experiencia la transforma y también da la batalla en la inclusión escolar de esta niña en el paso del jardín a la primaria que es un momento clave en este tipo de procesos. Espero que pueda hablar sobre la riqueza de esta problemática. Ya obtuvo dos fondos que me tienen muy contenta: uno es en el CNC (que es el Instituto de Cine Francés) y el otro es MEDIA (para desarrollo de guiones). Será una coproducción entre España, Francia y Finlandia. Todo parecido con la realidad, obviamente, será producto de la ficción.

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Tamara Smerling

Periodista y Escritora. Doctora en Ciencias Sociales. Magister en Periodismo, hizo posgrados y diplomaturas en Comunicación, Gestión de Medios, Industrias Culturales y Ambiente. Escribió Un fusil y una canción (junto a Ariel Zak), La otra pantalla. Educación, cultura y televisión, y Serrat en la Argentina.
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