Contra el algoritmo

Nueve episodios de “Autorretrato como una cafetera”, del artista sudafricano William Kentridge, disponibles en la plataforma MUBI, rompen con el pulso que gobierna las series que dominan las pantallas. Una reflexión, desde el lenguaje audiovisual, sobre el grado cero de una idea. En este texto, Juan Manuel Mannarino enlaza la serie con el ensayo del filósofo Giorgio Agamben “Autorretrato en el estudio” que, desde otro dispositivo cultural, asume el mismo conflicto.
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Hay algo particularmente divertido en William Kentridge. En cada uno de los nueve episodios de Autorretrato como cafetera, la serie autobiográfica y documental que fue lo más sorpresivo de la plataforma MUBI durante 2024 y que continúa online, el artista sudafricano de 69 años, tal vez desconocido para el gran público, se mueve con gracia, casi como un abuelo compartiendo la soledad de su estudio mientras cuela el café. De entrecasa y sin perder nunca el tono reflexivo sobre los dilemas de su arte, se parte en dos o en tres en la pantalla ante sus alter ego, canta, payasea, se pelea, baila y se ríe de sí mismo. Hacía tiempo que no irrumpía un personaje tan encantador como nostálgico, especie de hombre multidimensional, coral, contradictorio, coreográfico, pantagruélico. Y todo bajo una dinámica audiovisual atrapante que cautiva a cualquier clase de espectador, o al menos aquel dispuesto a internarse en los mundillos artísticos.

Aun cuando la pantalla se tiña de drama -como el conteo de muertes del COVID 19, algo que sucede en el tiempo presente de la grabación con él como paciente de riesgo-  o de cierto desasosiego -cuando repasa la historia de despojo y violencia de su país, o cuando se pasea por el desencanto de la izquierda, con los íconos cadavéricos de la Unión Soviética y la figura sombría de Stalin-, este artista total y polifacético, capaz de ir del dibujo a la animación, del teatro al grabado, del óleo a la filosofía, de los tapices de gran tamaño al cine, no teme al ridículo ni al absurdo y asume que el estudio de todo artista es un gran espacio de vacío y dilación, de abandono y procrastinación antes que una romántica, solemne e idílica postal de inspiración y estado productivo. El arte es duda, es ambigüedad y es auto cuestionamiento, no una máquina de producir pensamiento ni creación. En asociación con Autorretrato en el estudio (editorial Adriana Hidalgo), el ensayo íntimo del filósofo Giorgio Agamben que se publicó hace unos años y el cual refleja el lienzo de vida de uno de los pensadores más convocantes de los últimos tiempos, podría pensarse que las puertas de un estudio permiten entrar, pero no permiten salir. La paradoja de “sentirse como en casa en no hallarse”.

Lo cercano parece inalcanzable y lo de afuera puja por invadir el encierro del taller, como ocurre con Kentridge mirando los diarios que reflejan la catástrofe de la pandemia. Lo que se filtra desde afuera, sin embargo, ¿cómo se procesará en el acto creativo? Así lo piensa Agamben: “Todos los lugares que hemos habitado, todos los momentos que hemos vivido nos asedian, piden entrar -nosotros los observamos, los evocamos uno por uno- ¿desde dónde? Donde es en todos lados y en ningún lugar. Volverse íntimamente extranjeros para nosotros mismos, ya sin patria ni matria. Lo que tenemos -las costumbres, los hábitos, los recuerdos- es demasiado, ya no lo podemos tener”. Para el filósofo una forma de vida que se mantiene en relación con una práctica poética, cualquiera que sea, “está siempre en el estudio, está siempre en su estudio”.

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A través de diferentes medios -videoinstalaciones, esculturas, collages, producciones teatrales y de ópera, acuarelas impresas, música en vivo- siendo una referencia en el arte contemporáneo internacional, en la serie Autorretrato como cafetera Kentridge no esconde la dimensión política de su obra. Con ironía y humor recorre las calamidades de la historia, las interroga, intenta interpretarlas en la oscuridad. Lo mismo hace el filósofo italiano Giorgio Agamben, apenas unos años mayor que Kentridge, en cuyo libro los muertos y los vivos comparten presencia, tan cercanos y exigentes que “no es fácil entender en qué medida la presencia de unos se diferencia de la de los otros”.

Autorretrato en el estudio, en rigor,es una lectura indispensable para todo tipo de creador: es la huella de un Agamben que reivindica el amor y la alegría -leer  y escribir con el corazón por sobre la mente- a la par que habla de sus residencias -nunca un lugar fijo: escribió en diferentes estudios y vivió en varios lugares-, escritorios y libretas -“el secreto de un escritor reside en el espacio en blanco que separa a las libretas del libro”-, de sus lecturas -Melville, Hölderlin, Arendt, Simone Weil-, de la preparación de sus libros, sobre sus veladas con Heidegger, Guy Debord y con otros poetas y escritores menos conocidos, todo eso mientras repasa hechos y acontecimientos de la Roma de su infancia, de los años de juventud y de la formación de su sensibilidad. En muchos momentos dice sentirse más poeta que filósofo, cree que una auténtica autobiografía debería ocuparse más bien de los hechos no acontecidos, y se representa deudor de las pequeñas comunidades y no de la exaltación del individuo: “Soy un epígono, un ser que se genera sólo a partir de otros y nunca reniega de esta dependencia, que vive en una continua y feliz epigénesis”.

El italiano, amante de la pintura, tira pinceladas como estas: “Lo que nos acompaña en la vida es también lo que nos nutre. Nutrir no significa sólo hacer crecer: significa ante todo dejar que algo alcance el estado al cual tiende naturalmente. Los encuentros, las lecturas y los lugares que nos nutren nos ayudan a alcanzar ese estado. Con todo, algo en nosotros se resiste a esa maduración y, precisamente cuando esta parece cercana, obstinadamente se detiene y se vuelve hacia atrás en dirección a lo inmaduro”.

Como si estuviera leyendo a Agamben, el artista sudafricano William Kentridge, que parece un pulpo cuyos tentáculos mezclan lenguajes, técnicas y disciplinas, frena el pulso típico de las series actuales gobernadas por el algoritmo, bastantes similares entre sí, y con una ocurrencia visual que trasciende la inventiva estándar, se permite retroceder, evocar, borrar y modificar un boceto tanto como dejar en suspenso una pregunta, juguetear con los objetos de su estudio a la vez que, una vez que la pandemia culmina, permite entrar a la danza, el canto, la música. En los episodios se entrelazan el poder de la expresión creativa y la política revolucionaria, el arte y la injustica social, la historia sudafricana desde el apartheid hasta el presente. Un cuadro cualquiera que es capaz de modificarse continuamente, entre las marcas previas y los restos fantasmales; el paso del tiempo y la estratificación de los recuerdos: toda memoria, dice, es algo inconsistente.  

El artista como espectador, el artista como crítico. ¿Qué es lo que confirma el yo? ¿Cómo se representa en el estudio? ¿Cómo sabemos nuestro lugar en el mundo? Exclama el sudafricano: “Si para uno tiene sentido, no tiene sentido para nadie más”. Lo dice respecto a su autodeterminación artística, en la que desfilan refugiados, manifestantes políticos, artistas, exiliados, personas  que huyen de guerras, pestes, dictaduras, crisis. Puntos de fuga, montañas, árboles, ríos y las minas de oro subterráneas como lo invisible, Kentridge “escuchando” el paisaje acechado por el confinamiento y la cifra aterradora de los muertos por COVID-19, de los que ya nadie se acuerda.

¿Cómo nos aferramos al sentido del lugar? ¿De qué manera encontrar el propio destino? Unas ratitas de papel caminan por las teclas de un piano mientras Kentridge hace una defensa del optimismo -como Agamben defiende el amor y la alegría ante toda hostilidad- entre manchas negras y frascos de tinta y, de fondo, se ilumina una enorme fogata. El estudio como un descarte de ideas. El estudio como espacio de transformación y metamorfosis. Fragmento y búsqueda, deseo y devenir, error y contingencia, fuga y espera. “El estudio se revela como un campo de pruebas en el que los fragmentos del mundo que traen los diarios, el entorno cotidiano, los recuerdos y el cuaderno de notas giran hasta encontrar una técnica que acierte a recomponerlos y devolverlos al mundo transformados”, escribe Graciela Speranza en revista Otra Parte.

Allí está entonces, en el formato seductoramente clásico del autorretrato, la figura del artista diseccionado, ese que habla sobre el grado cero de una invención, que evangeliza en nombre del desorden y la estupidez, que evoca los senderos de escombros que el acto creador deja a su paso. Los tinteros, trozos de carboncillo y materiales reciclados de Kentridge son las libretas y las fotos de Agamben, y así se escuchan el eco de historias secretas, inconclusas y misteriosas, entre el surgimiento y la caída de una idea, entre el montaje y el conocimiento de las vanguardias, entre los fragmentos y los finales inciertos. Agamben que cita a Walter Benjamin como faro creador, y en el libro se descubre como un filósofo con infinidad de matices y desprendimientos, que habla de sus amigos perdidos y los que permanecieron en la memoria a la vez que en su bitácora surge un encuentro  con Pier Paolo Pasolini y, por otro carril, desliza reflexiones sobre la escritura: “El lenguaje nos ha sido dado no sólo para decir algo sobre algo, sino que ante todo es tensión hacia el nombre”.

Los universos creativos de Kentridge y Agamben, elogios de la fluidez y del ingenio,  se tocan en lo inmemorable, procesos que se desnudan en vivo ante el espectador y que, como procesos, son la obra misma, siempre provisional y discordante. La serie y el libro como partes de una recomendada contemplación, de un goce por los laberintos de la creación. “Haz que el algoritmo se muera de hambre”, se lee en uno de los carteles que inundan los dibujos del sudafricano. Lo sublime y lo terrenal, lo político y lo emancipador, lo invisible y lo inconmensurable, lo colonizado y lo inútil, lo singular y lo colectivo. El estudio, en definitiva, como algo esencialmente inacabado. “Como en la música, todo buscar termina en una fuga, pero la fuga es literalmente sin fin”, dice Agamben, y Kentridge en un episodio reflexiona que lo que no dibujó es tan importante como lo que dibujó. Por impaciencia se escribe, por impaciencia se deja de escribir. Como desliza el italiano: “Tardíos se llaman los frutos que maduran con retraso”.


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Juan Manuel Mannarino

Juan Manuel Mannarino (La Plata, 1981) es periodista, escritor y docente. Colaborador y cronista de varios medios nacionales e internacionales, entre ellos Gatopardo, Anfibia, Revista Ñ, Clarín Cultura, Radar, La Agenda, El Cohete a la Luna, La Nación, Rolling Stone, Infobae, Diario Ar, 0221. En este último edita la sección Begum, historias en profundidad sobre La Plata. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata, donde también estudió el profesorado de Historia, en la facultad de Comunicación Social de la UNLP es JTP de la cátedra II de Narrativas Gráficas, donde enseñan Cristian Alarcón y Mariana Enríquez. Ha escrito, dirigido y actuado en diversas obras de teatro. Por su texto "Marché contra mi padre genocida", publicado en Anfibia, recibió numerosas menciones y reconocimientos. Sus crónicas y perfiles forman parte de diversas antologías, como "Voltios", compilado por Leila Guerriero. En 2022, fue nominado como finalista entre cientos de textos por su investigación sobre el hundimiento del ARA San Juan, y quedó entre los diez seleccionados del prestigioso premio García Márquez en la categoría Texto.
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