“Cuando filmás muchas películas se convierten, necesariamente, en un género porque tienen cualidades en común: tu”, dijo Woody Allen luego de “Balas sobre Broadway” (1994), de la que pasaron ya 30 años. Ahora, a los 88, el cineasta estadounidense muestra “Golpe de suerte” (“Coup de chance”), su película Nro. 50, estrenada el año pasado en Venecia y recién llegada a los cines argentinos. Que admite ser leída en dos claves. Como lo que siempre es toda película, un relato autosuficiente. Y como un relato de género; que remite a otros, a una serie de convenciones y jerarquías; pero, que el caso de Allen, se repliegan sobre es sí mismo. Allen versus Allen.
Hay extrañeza en los primeros segundos con “Golpe de suerte”, un filme no sólo rodado en Francia -hace rato que Allen filma fuera de su país- sino que además hablado en francés. Pero esa novedad y la inicial lejanía que produce en el espectador se desvanecen enseguida con las articulaciones canónicas de Allen; que se despliegan desde la escena de apertura: una caminata en la ciudad y la discordancia entre la ubicuidad de la cámara y el diálogo. Gesto contraintuitivo, Allen descubrió hace rato que la acción no requiere siempre al actor dentro del cuadro. Luego sigue una película de tomas largas, marca presente desde “Annie Hall” (1977) e independiente del registro del guión de turno.
Una mujer casada y una vida burguesa. Un reencuentro con un compañero de estudios de la juventud. Un romance y un crimen. El trazo superficial persiste en el universo Allen. Una contradicción nítida entre los personajes masculinos que se debaten entre la fuerza del azar y la “suerte” provocada. Un eje que Allen despliega desde “Match Point” (2005). Quizá en “Golpe de suerte”, el apotegma funciona como como punto de partida. Cuando se lo postula como horizonte -como es el caso- obliga a completar simétricamente la trama.
Existen dos tipos de historias criminales en el cine, según afirmó Allen a propósito de Misterioso asesinato en Manhattan (1993). Lo explicaba así: “Hay aquellas en las que se utiliza el asesinato como metáfora de una historia más profunda, en donde el crimen es la vía para explorar en profundidad ideas filosóficas; y luego está el crimen de desfrute, el trivial, el asesinato puramente ligero, que puede ser serio o cómico”.
“Golpe de suerte” no se acomoda bien a aquella dualidad.
No hay intriga, desde ya, ni misterio alguno para el espectador en el crimen -está todo develado, el crimen se esconde a los personajes pero no al público- y no hay tampoco una exploración en el primer sentido, ni un juego de culpas como, por ejemplo, en “Crímenes y pecados” (1989).
La música, esencial en el discurso de Allen, fue un aspecto rechazado en las repercusiones europeas en ocasión del estreno Veneciano; pero allí no parece haber fundamento para reproche: Nat Adderley, Milt Jackson, Einar Aaron Swan, Herbie Hancock con Cantaloupe Island (1964).
Sobre la música Allen conversó con el periodista Diego Brodersen de P/12: “Canteloupe Island fue mi primera opción y afortunadamente fue sencillo resolver la cuestión de los derechos. No siempre en fácil conseguir los temas que uno quiere, pero en este caso todo el mundo cooperó. Y así pudimos incluir el tema de Hancock, que a mis oídos suena muy francés, en gran medida por esa película que mencionaste. Y todo tiene que ver con Francia, porque si esta película hubiera sido filmada en inglés seguramente hubiera optado por mis gustos más clásicos. El cancionero de jazz de los años 20, 30 y 40”.
En la pantalla -dijo Allen en ocasión de Crímenes y Pecados- se hace poesía o prosa. Ni una ni otra categoría suponen un elogio o un demérito. “De vez en cuando te topas con una película que parece prosa pero que resulta ser poesía, como Ladrón de bicicletas”, asegura.
“Golpe de suerte” transita un registro realista. No hay intención de intentar ese cruce a la poesía. Allen tampoco se lleva mal las películas construidas a puro oficio, bajo el imperio del mero entretenimiento. En “Golpe de suerte” enhebra el guión con guiños directos a Georges Simenon, el más exitoso autor de novelas policiales en lengua francesa.
El desenlace resulta algo torpe. Tanto en el cierre del ciclo del dilema del capricho y el azar como en el recurso final, presente desde los primeros segundos de cine de “El regador regado” (1895), de los hermanos Lumière.
Como McCartney de gira por el mundo a los 84 años, que entrega lo suficiente en el escenario -y a la vez nada más que eso- para sostener su propia narrativa, Allen completa una nueva película bajo su propio canon.
Todo lo demás hay que buscarlo en el pasado.
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